La primera vez que miré a Selina fue en un bar. En un bar abierto e iluminado que dibujó tranquilidades y sosiegos. La primera vez que bailamos fue esa noche. Ella me prometió que no me volvería a ver. Yo le aseguré que sería la madre de mis hijos. Ambos supimos desde el principio que nos equivocábamos. Que los cobardes, los canallas y las mujeres seguras no cumplen su palabra. La segunda vez que nos vimos caminamos de la mano hasta el cine. Yo detesto el cine. No lo detesto, pero es como si lo hiciera. Después llegamos a mi casa y bebimos ocho botellas de vino. No hicimos el amor. No esa noche, pero sí la siguiente. Ella despertó con una sonrisa y yo me sentí frustrado, porque quería más que eso. Porque mi sala blanca y mi computadora exigían más de mí, porque las historias de finales largos reclaman coraje.
Yo quise mentirle. Le dije que su huída serían mis alas planeando sobre una tarde naranja. Así, sin más. Intenté convencerla con mi música, mi nevera vacía y mis chistes rotos. Pero ella se marchó sin despedirse. Fui brutalmente honesto, abierto, franco, casi entrañable. Pero tuve miedo de ser apasionado. Y ella tuvo miedo de enamorarse. Por eso prefirió esconderse en su madre, sus amigos, su trabajo y otra sarta de costumbres que eran las únicas capaces de ofrecerle una trampa más segura que la mía. Al final, ambos tuvimos lo que temimos. Y yo conocí su paciencia. Algo de lo que yo carecía: su calma.
Adoraba la piel de sus nalgas en cada caricia. Adoraba cómo volteaba los ojos con cada orgasmo. Adoraba que me tomara de la mano y la llevara hasta sus entrañas. Pero sobre todo me mantenía impregnado de su presencia. De sus frases cortas. De sus gestos y su silencio. De su manera inusual de echarme de su casa. De su forma intempestiva de marcharse de la mía. De su falsa fortaleza. Porque era una mujer segura, decidida y equilibrada, pero también una chica muy frágil. Era para mí y siempre me contuve. Fue mía, pero siempre me contuve. Intenté retenerla sin saber por qué, pero sin decirle nada. Sin exigirle nada. Era un bulto flácido que la amaba sin saber cómo hacerlo. Ella era una mujer con ojos de fuego y tacto suave. Y una sonrisa que me embrujó desde que la vi a los ojos.
Por aquélla época yo vivía una buena época en el museo. Mi jefa, la Cornblith, no paraba de alabar mi trabajo: una Muestra Especial, “la más entera” de arte venezolano moderno (como si pudiera existir algo “menos entero”). Fue un éxito que solicitó exhibiciones en dos museos en Caracas, una en Bogotá, otra en Puerto Rico y una última en Nueva York. Para mí era un tiro al piso, nada que exigiera mucho más de lo que había a la mano: la mejor pintura del siglo XIX y la propuesta de más avanzada en el mundo durante los dos primeros tercios del siglo XX. La selección fue rigurosa y costó una millonada al museo, pero los resultados se dieron pronto. Hubo, incluso, fuertes miradas de la prensa extranjera. Por supuesto, yo no figuraba más de lo necesario. La Cornblith se encargaba de los brindis y yo de emborracharme junto a mis amigos. Me vestía para algunas fotos y Selina, cuando se dejaba ver, las hacía perfectas con su rostro junto a mi hombro. La Cornblith enamoraba al ministro amigo de otros ministros y lo llevaba a un hotel de lujo, o hacía que él la llevara a un hotel de lujo, no pocas veces, y hacía con él lo mismo que un chofer haría con las esposas de otros ministros. De modo que yo le regalé un pedazo de vida a la Cornblth y ella me pagó con una patada en el culo ocho meses más tarde, porque sentía que estaba perdiendo el don, porque sentía que nuestras diferencias se estaban haciendo “cada vez más gruesas, querido”, maldita puta, porque el ministro tenía un primo y donde entra un primo ya no hay oportunidad para la gente que mira lo obvio.
La vi. La reconocí: estaba sentada con las piernas cruzadas y el cabello largo, de un tono cobrizo, le caía suelto. No podría decir hasta dónde. Miraba con calma entre las mesas donde bailaba una pareja amorochada, cerca de una de las columnas. Llevaba un vestido negro. No era de mal gusto, después de todo. Bebía una copa de coñac o de brandy y pasaba su lengua, que a esta distancia me parecía fina, cada tanto tiempo sobre su labio inferior. No tenía clase, eso se notaba. Pero mirando al vuelo (y ese ambiente cuadrado cabía en un solo ojo) era la que tenía mejor figura, mejores piernas y mejores labios.
Selina me llamó llorando. Me dijo que no me conocía. O que me conocía poco. Pero que me necesitaba y que la disculpara pero no sabía si quería verme.
2 comentarios:
Me gusto el cuento. Sólo una cosa: profundiza más la relación amorosa con esa ironía que te carateriza. Verás un mejor resultado. Besos.
Gracias Anónimo, no es un cuento, es el extracto de un texto más largo, pero trataré de profundizar, como dices. Besos a ti también.
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