lunes, 21 de enero de 2008

Caracas al revés

Caracas al revés era una sección fija de la revista plátanoverde. Mostraba rasgos de una ciudad extraña o improbable en plan crónica, o eso pretendía. Aunque iba sin firma, nos la turnábamos Jesús Ernesto Parra, Jessica Bodoutchian y yo. No sé qué pensar ahora de esos textos, pero mientras aparece algo nuevo, iré semana a semana colgando algunos.


Esta foto no es de la sección ni tampoco de Muu Blanco, aunque parezca.
Es de Venezuela Tuya y está volteada por mí. Plagiando al pana, qué rata, ¿no?



Yo cargaba un jumper, una franelita blanca y una cadena de oro con un cristo que me caía entre las tetas. Hacía calor en la peluquería y todavía faltaba que le hicieran las mechas a tres chicas que tenía por delante. Estaba fastidiada, ya había hecho mi acostumbrado recorrido por las revistas del lugar: Cosmopolitan, Vanidades, Hola y una increíble sobre decoración de interiores.

Pensé en salir un rato a fumarme un cigarrillo y los vi: entró uno, entró otra, entró otro, el último tenía un arma horrible que no sé cómo se llama, 9 milímetros, 357, súperpistola, yo qué sé. Y se me paró al lado a mirarme las tetas. O el cristo. El momento era espantoso, muy confuso. Uno de ellos maltrataba a las mujeres que estaban ahí, se burlaba, les decía groserías, la muchacha que los acompañaba nos gritaba a todas que nos apuráramos, que le diéramos todo lo que tuviéramos encima. A mí me dio un golpe y cuando bajé la cabeza para sacarme la cadenita con el cristo, se me cayó la caja de cigarros. Ella la recogió, me quitó la cadena y se fue en busca de otra víctima antes de que le pudiera entregar mis zarcillos. El de al lado –que era el que tenía la pistolota– seguía mirándome. Esta vez ya sabía qué era lo que miraba. Me dijo: guarda los zarcillos. Yo le contesté que si la muchacha me veía me podía pegar un tiro o qué se yo, o se podía molestar, que no me importaba dárselos… Él me dijo que no me preocupara, que él hablaba con ella y que era él quien tenía el revolver, ¿no lo ves? Guardé mi vaina.

A Lucila le agarraron el culo, a Margarita la golpearon fuerte en el vientre porque se puso muy nerviosa, a Carmencita, la gorda, la que mejor pinta el cabello en toda la ciudad, le quitaron todo lo que había ganado. Pobrecita. Fue espantoso. Si hubiese salido a fumar desde un principio en vez de quedarme viendo esas revistas. Coño.

La cosa se puso peor cuando la mujer (la malandra), se arrechó con María porque no quería darle su bolso y estalló uno de los potes de laca contra el espejo donde yo me miraba. La imagen fue de terror. Vi mi rostro multiplicarse como un espiral y vi a la mujer convertida en muchas mujeres, con esa cara de asesina barata, con esa mirada de venganza y esas ganas de robar, de hacer daño. El silencio era pesado y de vez en cuando los malandros gritaban cualquier cosa para asustarnos. Dígame la pobre Margarita, con su hija de cinco años en medio de todo; qué susto. Aunque, no sé por qué, yo sentía que no iban a matar a nadie.

A los diez minutos ya nos habíamos puesto de acuerdo: no más golpes y ninguna de nosotras abriría la boca hasta que terminara la requisa. Así fue, por lo menos hasta que nos encerraron en el baño a todas. Allí fue difícil aguantar las ganas de maldecir o de llorar o de comentar lo sucedido. Nos dijeron que esperáramos por lo menos quince minutos y después saliéramos, que si nos asomábamos antes nos iban a volar los sesos, así, como en las películas. La vaina sonaba absurda, cómo nos iban a matar si se suponía que debían irse rápido. El problema con esas situaciones es que una se confunde toda. Las quince mujeres que estábamos allí casi no cabíamos en el baño, un espacio de 4 x 3, poceta y lavamanos.

Agarré mis zarcillos y empecé a rezar, más bien producto de la adrenalina que de la fe. A falta de cristo, buenos son aretes de oro. Y toc toc toc, la puerta. Ay coño, qué pasa, por qué no terminan de irse, qué susto, dígame si se dieron cuenta de algo raro y ahora nos matan por pajúas, por pintarnos el pelo el 31 de diciembre. Si le hubiese hecho caso a mi esposo, ay Dios mío santísimo. Y era el bicho ese, el de la pistolota. Se asomó riéndose. Le faltaba un diente. Me vio y se volvió a sonreír. Me lanzó un beso y, después, la caja de cigarrillos que se me había caído. Toma, me dijo, pero deberías pensar en dejarlo. Fumar mata.

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