miércoles, 30 de enero de 2008

Caracas al revés II (2004)

Por Chuchi

Espero en la acera, el sol es una moneda en la frente. La Caracas nublada de los últimos días se ha disipado como un mal sueño, y la reemplaza ese cielo límpido y celeste de camisa de bachillerato al que estamos más acostumbrados los que vivimos acá. El Akla se estaciona y camina descalzo con sus jeans rotos hasta el kiosko: Un Astor Rojo y una Marlboro pequeña, por favor. Nos saludamos, abro la puerta, comienza el viaje del Ganja Cab.

Los ojos del Akla miran alternativamente a la autopista detrás de unos lentes gruesos, con la mano que el volante deja libre, se fuma el Astor que emerge de su barba rojiza. Los collares le abultan la camiseta. “¿Has ido a casa de Alberto? Ahí se arman unas rumbas arrechísimas. Lo conocí cuando estudiaba Matemática Pura en la Simón. Por él he conocido muchos panas y clientes. Vamos para allá, siempre hay movimiento. Alguien que vaya para la universidad o para el trabajo...”. Vamos con calma y Altamira arriba. Las calles se suceden unas a otras casi idénticas: subidas, bajadas, semáforos, cruces, árboles. Hay peonías esparcidas por todo el carro, y una lata de Coca Cola rueda en el piso junto a unos Converse grises casi desintegrados. Del retrovisor cuelga, junto a varios collares de caracoles, lo que más me gusta de la ambientación: un par de flores de campanita secas, arrugadas y estiradas. Se las regaló un amigo y son su “anti-paco”. Una cruz se balancea en un hilo que cuelga de un extremo a otro del carro. Son, como dice el Akla, para todos los muertos que ya no se podrán montar en el carro.

Su pie izquierdo sube de tanto en tanto sobre el asiento, parece que piensa en otra cosa. Habla bajito. Yo tengo que alejarme de la corneta de la que fluye el reggae en un loop infinito, para escuchar mejor. Lo del taxi empezó hace unos tres años, cuando su paso por la Simón y la Católica lo dejó suficientemente espantado como para pensar que lo académico no era (o no es) lo suyo. Trabaja sólo para los panas, esto es una relación de confianza. El carro se lo presta su vieja y él no le cobra a nadie menos de dos mil bolos o más de cinco mil [1]. Compensa el déficit pidiéndole a los pasajeros que le patrocinen la varita del camino. Esa es la mecánica del negocio. Hay tres reglas básicas en el Ganja Cab: nada de paquetes sospechosos, dícese de nada que supere una dosis personal, segundo, nada de niños sin papeles y, tercero, nada de armas de fuego. De resto, todo vale. Una musiquita, un porrito y enjoy your ride.

Llegamos a casa del Alfredo. El Akla prende un porrito en la cocina. Nos ponemos a hablar de psicotrópicos. Después del primer porro sale la primera carrera del día: la novia de uno de los panas quiere que la bajen al metro. Tarifa mínima, risas, fotografía y el poder alucinógeno de los hongos. Volvemos a casa de Alberto. Todo sigue muerto así que, por qué no, prender el televisor y ver un video de psicodelia marina, cortesía de Pink Floyd. El celular sigue mudo. Una perra enorme y negra nos frota la cabeza contra las piernas, mientras el otro perro de la casa nos envenena el aire cada dos por tres con el olor de sus entrañas. ¿Y qué tal una peliculita? Ponen One flew over the cuckoo’s nest, que ellos habían dejado por la mitad el día anterior. El techo se desintegra en lunares de humedad, y a veces caen pedacitos de friso que llenan el aire de fosforescencia blanca. Tres horas de película. Entra y sale gente de la casa, pero nadie quiere que lo lleven a ningún lado. El Akla se balancea en una mecedora de hierro y se facha un porro tras otro. El día está flojo.

Al fin. Jorge ha fumado mucho y le pegó el hambre, quiere que lo lleven a Wendy’s. En menos de diez segundos convienen la tarifa bastante razonable de un frosty, y volamos al autoservicio. El Akla hinca la cuchara de plástico en el heladito batido que es su desayuno y almuerzo de hoy, pero también su cena y desayuno de mañana. El nomadismo es esencial para conocer, dice, y en este taxi es una especie de beduino que va recortando la distancia en Caracas, creando y desarmando calles. Está esperando el momento para irse a Europa unos meses, recoger frutas o cualquier alimento que la tierra dé, ganarse unos cuatro mil euros para volver, comprarse su terreno acá y sembrar. Crear redes que le permitan salirse de lo establecido. “Yo siempre he sido antisistema. El sistema te clasifica. Yo me cago en el sistema, quiero volver a la tierra, quiero hacer mi vaina. Sembrar es la salvación de los pueblos, si dependes del supermercado, estás jodido, porque el supermercado es el sistema”.

Caracas está trancada e intentamos ubicarnos en un laberinto de atajos para esquivar la cola. Se ríe de la policía, los burla entre la impunidad de sus vidrios ahumados. Nos tratan de parar en la Francisco de Miranda pero seguimos de largo, un shot de adrenalina. Jorge moncha sus papitas en el asiento de atrás y el olor a frito me hace volver poco a poco a mi realidad corporal. Llegamos a Las Mercedes con esfuerzo, y me dejan del otro lado de la calle. El cielo es de humo sobre mí, atravieso la avenida y el día vuelve a empezar. Es miércoles. Tengo hambre, poca plata y mucho trabajo atrasado. ¿Alguien va pendiente de un perro?


[1] A la fecha de hoy, este pana cobraría entre 5 y 10 bolívares fuertes. Es mi cuenta, no conocí al Akla y tampoco sé si sigue vivo, mantiene el Ganja Cab o logró ponerse a sembrar.

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