Esto lo escribió Jesús Ernesto Parra y estuvo apresado (el texto, no Jesús) durante un tiempo por restricciones de la DEA. Tras conseguir a un pana al cual mojarle la mano, aquí está, sin censuras: Alexa, El Julian, Luisa, El Pala, Elsa y El Parra. Felices y confesos, mitad crónica, mitad dirario de encierro: cinco postales en blanco y negro de una ciudad que detiene las risas entre lluvia.
Ciudad sin mar
En una de sus novelas García Márquez cuenta que desde hace siglos cae la misma llovizna en la capital de Colombia. Pero sucede también que la realidad, como la literatura, sufre trasmutaciones e hipérboles. Quizá el desajuste de nuestros días afectó al clima bogotano o el tiempo atmosférico padece las mismas convulsiones de nuevas literaturas. Cuando llegué a Bogotá no había llovizna de siglos. Cuando llegué transcurría el diluvio universal.
Bogotá no tiene mar. Tampoco tiene cielo. Bogotá tiene nubes. Tras volar horas por sobre los páramos llegas a ella atravesando una inmensa capa de nimbostratos –de baja altura, nubes que generalmente son de lluvia o nieve o de siempre– para encontrarte con una sabana que parecía impensable. Tienes la certeza que Bogotá existe cuando confirmas que el avión está en tierra y una voz con acento andino dice al micrófono: señoras y señores, la ciudad les sonríe y les da la más cordial bienvenida.
Andrea, al volante, me repetía la formula: “Desde las montañas hacia abajo las carreras van en números ascendentes. Entre más te alejes del cerro, más alto el número. De la calle primera hacia el norte aumenta el número, y hacia el sur también, soólo que allí se llama –digamos– 18 sur, 20 sur”. Desde el aeropuerto se avisa el vértigo frontal que rompen los cerros orientales, único referente espacial para delimitar y recorrer la ciudad. Una planimetría elemental, casi arcaica, dibujo de la Bogotá real y la que está en la mente de sus habitantes. Norte y Sur. Oriente y Occidente. Todo en el mismo valle encajonado entre nubes de lluvia. Dos mil seiscientos metros más cerca de ellos mismos. Esta ciudad recorre una planicie que parece no tener límite, pero que a su vez termina en sí misma. Sin frontera aparente, sin canales visibles y con las nubes de telón y escenario definitivo. Bogotá es una isla en las alturas de Colombia.
Esa tarde, recién llegado, conocí ese silencio único de la sabana que a las tres de la tarde hace que el tiempo se detenga. A veces, para recordarnos que estábamos en el planeta tierra, un rayo partía el cielo y sonaba a lo lejos. De repente uno estalló más cerca, y otro más cerca. Entonces comenzó la lluvia. Y no se detuvo.
Delgada línea roja
Esta no es sólo una arteria de la ciudad. No es un simple atajo que salta la planificación medieval y pone a los habitantes en el nuevo milenio. No es que, además, esa mancha roja que viaja a toda velocidad rompiendo las horas pico y las caras de cansancio, sea la solución de la urbe.
Para un paseante ocioso y desapegado –mi caso– que sólo busca señas que confirmen sus raras hipótesis, esta era la oportunidad. El TRANSMILENIO como nave que traspasa el portal entre dos ciudades. Viajar por Bogota Norte y después de la estación de carrera 22, saltar a Bogota Sur entre cientos de cuerpos apretujados, demonio rojo que corta la calle, a toda velocidad.
A la cuarta cabina que subimos –Marsella, dirección Portal de las Américas– el paisaje de rostros de fin de jornada era el mismo. Afuera, la ciudad brindaba un uniforme color ladrillo en lluvia que, a pesar de kilómetros de recorrido sur, no variaba en ninguna medida. Conversábamos con una chica que trabaja de enfermera en un barrio al final de la línea. Luego del TRANSMILENIO le tocaba subir a un bus alimentador para pasar la noche entre las pequeñas luces y el fuego de la ciudad límite y anónima. Una historia más. Próxima estación.
El Sistema TRANSMILENIO corta la ciudad en su centro e irriga de viajeros todos los espacios de Bogotá. Como una gran bomba se comprime temprano para la ciudad llena de horarios, compromisos y trabajos. Por la tarde –al final de la jornada– sus nueve zonas, sus treces líneas alimentadoras, las dos intermunicipales y sus casi doscientas paradas, toman a millones de bogotanos y los desplazan a sus casas al otro lado, les dejan cerca de un bar, hacia un destino cualquiera, o hasta esa calle oscura donde bajamos yo y el Julian, armados con una cámara fotográfica para intentar entrevistar a un reticente y telefónico minotauro del arte conceptual colombiano. Parada.
Raros laberintos de extramuro
Hecho: Raras veces los bogotanos salen de Bogotá. Esto llegaría a ocurrir sí y sólo sí posees una rica y extensa propiedad en las afueras, donde con muchos criados y prados de postal –vacas blancas incluidas– puedes desprenderte de la modernidad para sentir de cerca el pasado rural-feudal de esas regiones. Hecho: Sólo si eres realmente adinerado puedes tener casa –con finca– en las afueras de Bogotá.
Y para recordar –y redigerir en clave kitsch– eso de lo rural, nada como un restaurant-laberinto como Andrés Carne de Rés. Especie de Parque Disney del Churrasco donde lo menos que se puede hacer es comer carne. Mientras el comensal espera horas por una mesa, mientras miras a las mesoneras bailar con girasoles y a gente disfrazada de pirata que te habla con acentos raros, intentas adivinar cómo las sociedades –y el consumo– rearman los imaginarios y se pierden en una cadena de signos que terminan no significando nada.
Tenía dos días intentado llegar al festival Rock al Parque y mis posibilidades se reducían cada vez que miraba a Andrea y a Rodolfo echados en aquel sofá del estudio, viendo las transmisiones del concierto con caras de zombis. El itinerario hasta este laberinto narco-rancho donde ahora estaba era el siguiente: 1) Un montón de gente entra a casa del Pala; 2) El Pala con intoxicación de pollo asado PPC (Por la Paz de Colombia) no puede acompañarme cuando la tropa decide ir de bares; 3) A la salida del bar alguien dice: ¡Vamos a mi finca! Y todos como borregos dicen: ¡Si!; 4) Ya aquí (en la finca), la fiesta inevitable y a eso de las 4 am me encierro en una de las habitaciones, busco la tina del baño y a los minutos –hundido– pienso en dónde carajos ha estado el verdadero rock n’ roll.
Muy entrada la noche –luego de la carne de pesadilla– volvimos a Bogotá. Por el tiempo y el paisaje supe que habíamos estado considerablemente lejos. Supe que, como en todas las ciudades, los bogotanos –aquellos que tienen la posibilidad de ese desliz estético– tampoco pueden escapar a sus propios laberintos. Y supe que la banda VHS or Beta terminaba su presentación con un estruendo análogo de coros nostálgicos en parque húmedo y atestado de gente. Por la radio escuché mi pírrica redención de FM: Days we drive around / We slowly turn the car / And there's angels shooting stars / And there's angels shooting star…
Gatos y Gallinas
Escuchamos –extrañamente atentos– cómo nos contaba de sus dibujos. Comíamos pasta y los cojines se adherían cada vez más a nuestros cuerpos, al tiempo, y al suelo de la casa de Elsa. A Elsa le gustan los gatos y las gallinas. Le gustan tanto que no deja de dibujarlos en hermosos cuadernos. Gatos canallas, gatos enamorados, gatos perezosos, gatos indiferentes, gatos tristes, gatos neutros. Las gallinas de Elsa en cambio son otra cosa. Son menos imagen y más espejo. A modo de explicación, las gallinas de Elsa son puro mundo interior. Creo que se parecen un poco a ella.
En su cuaderno –el de las gallinas– estas apasionadas en plumas sufren, lloran, caminan perdidas por un mundo de gente sin sangre. En uno de los cuadros, tragedia de dos patas y alas, una de las aves sentimentales comete la deliberada impudicia de suicidarse.
Llegamos a eso de las dos de la tarde y a pesar que el contador decía 4:50, de seguro habían transcurrido más horas, más minutos, más palabras. En la dimensión desconocida de gatos a carboncillo y gallinas que mueren de amor, el tiempo tiene ritmo relentado.
Siento que esta escena ha ocurrido ya muchas veces. Un grupo de amigos –ahora Julian, ahora Luisa, ahora Pala, y Ale– sentados en el suelo alrededor del humo. Si Bogotá tiene mucho para caminar, tiene más aun para conversar. Puertas adentro, sin levantar la voz, acá se arma un mundo con ritos claros y privados. Hablamos de temas tipo, de la cada vez más lejana era universitaria, de las diferencias regionales e insalvables entre los colombianos, de discos y viajes. Suena Bjork –como si estuviera en otra habitación– y pienso en la historia de las conversaciones bogotanas. Desde reuniones indígenas, componendas políticas, fiestas fashion y exclusivísimas, o un simple parche pasado de humo como el nuestro.
Alguien toma una cámara.
Flash 1: Pala que no aguanta la risa.
Flash 2: Julian con cara de guerrilla smile face.
Flash 3: Yo con cara de bueno acá estoy y qué.
Flash 4: Luisa que ríe.
Flash 5: Luisa que ríe muchísimo.
Flash 6: Todos afuera. Taxi, pizza, no dejamos de hablar. La noche que no termina.
Luna de Bogotá
T. y A. se encontraron a la salida del cine. Ni ella ni él vieron película alguna. T. es encargada de la cafetería de la sala. A. esperó por ella debajo de un pequeño techo de parada de autobús. Ahora marchan por la carrera 15 y se detienen de bar en bar, de tienda en tienda. Un pacto de calles y palabras. Y a cada tienda, y a cada bar se obsequian un cigarrillo, una cerveza de esas que venden con más grados y con un raro sabor dulce.
Exacto. Las estrellas afuera florecen en la noche. Nadie sabe qué sucede cuando salimos a buscar a otro y a perdernos nosotros. Mucho menos podemos decir que en ese bar de rojo se está armando la conjura de lo que debajo de un árbol, en una esquina cómplice dará en besos calados y en un taxi con velocidad de escape del mundo. Verdaderos viajeros del tiempo que ahora les pertenece.
Entran a la disco y miran que está vacía. No hay nadie. Sólo bartenders aburridos de tanto electro. T. pide ruso blanco en la barra. A. le pide a ella la vida, justo al lado de su cuello. Dentro del bar inician una caminata accidentada hasta el sótano de ese raro local nocturno con un nombre aun más extraño. Un nombre que sale cual grito para lo que ahora sucede: Socorro.
Quizá A. recordó eso en la mañana mientras pensaba que la vida es una carrera muy rara para no escapar de nadie. A esa hora la gente se levantaba a renovar el patrón de la máquina acostada sobre la sabana. Bogotá era un sueño de día, pensaba T. desde la azotea de su edificio y el viento sobre su cara. En una ciudad de barrios con nombres de huida –San Francisco, Jerusalén, Roma, Venecia, Egipto– la única salida se pierde en las nubes.
2 comentarios:
anoche, en un trabajo para soho, conocí al gran pala: fotógrafo y mago.
saludos.
Buena onda, el joven, ¿no? Deberíamos juntarnos y hacer una especie de Soho, pero mejor. Si escribe Sinar y las fotos las toma el Pala, no comenzamos mal. abrazos.
Publicar un comentario