Vecinos: Guyana

Hace poco más de año y medio viajamos a los países vecinos de Venezuela con motivo de la segunda Edición Especial de la revista plátanoverde. La idea se le ocurrió a Junior Ruiz en una borrachera.

Como especie de castigo por la sugerencia, Junior viajó a Guyana, donde entrevistó a políticos y embajadores, se drogó con LSD y escapó de un lodazal de mierda -literalmente- sólo para descubrir que los guyaneses no nos ven como paisanos. Hizo el mejor trabajo. Este es el texto que abre su apartado negro de pelo liso.

Pd.- Las fotografías también son del Junior, que ahora firma sus trabajos como "Lope Gutiérrez-Ruiz": el abolengo nominal no avisa cuándo toca.



COSAS QUE EMPIEZAN POR CERO

Se niega a moverse. Se reclina en su taxi –el único a la vista– y empieza a contarme una historia sobre la forma en que su hermano secuestrado perdió todos los dedos cubriendo la misma ruta que yo le pido. Insiste con vehemencia en la necesidad de contratar al equipo de escoltas, el mismo que ya de manera suficientemente agresiva me ofreció sus servicios de protección para el traslado desde el aeropuerto hasta la ciudad de Georgetown, unos ochenta kilómetros, cuarenta minutos de viaje.

Mientras gesticula, vuelvo a estudiar el armamento de los cinco pseudo-afrikaans que llenan la pick-up verde; en mi imaginación sopeso una vez más la posibilidad de entregarme en la fantasía de hijo de petrolero visitando a papá que parecen compartir los nueve guyaneses que me rodean. Son más de dos horas las que llevo aquí en Guyana y todavía no he logrado salir del aeropuerto de paredes rosadas: inmigración me detiene por escribir turismo en mi tarjeta de entrada cuando “todo el mundo sabe que nadie viene a Guyana a hacer turismo”, aduana destripa mi mochila buscando eso que sólo un venezolano puede traer, la policía – supongo que era la policía – me interroga al preguntarles por el baño y los taxistas, los taxistas y su teatro-negocio de guerra portátil para la piel blanca, de compañeros de Banks Beer con ametralladora de plástico y boina de fieltro para el rebusque, de discursos para suizo insolado en una Maiquetía once–abril perenne, los taxistas son todos unos hijos de puta y ya sólo queda uno. Tampoco es que quede nadie de mi vuelo BWIA618 ni mucho sol más para el regateo de inglés roto y raíz creole con el que suelen obtener su quincena caucásica. Esto, por más que trate de no pensarlo, no es una situación ganador – ganador.


Sólo queda ir al árbol de baño declinando la dudosa oferta de guardar mi bulto en el taxi mientras me encargo de lo mío: malabares más, malabares menos, un mochilero jamás se separa de su mochila; y es allí, parado detrás de mi meado arbusto guyanés, que veo cómo apagan al unísono todas las luces del airport y soy vísceras de miedo vacuno, con el pene en la mano y un no me jodas fluyendo tibio hacia abajo. Comprobado el cierre de todos los terminales, vuelvo como un cordero donde mi chofer amerindio –así son llamados los aborígenes aquí en Guyana– sólo para encontrarlo solitario, sentado en el capó de su Rover amarillo y disfrutando un momento Benson & Hedges. Según me cuenta, nuestra fiel armada personal decidió tomar su camino al presentir mi baja fuerza monetaria, y por lo visto, el peligro, como la voluntad de los escoltas, se ha desvanecido ya. Debe ser que por aquí los bandidos no gustan de la noche.


Awe agone backdam? –are we going there? ¿vamos para allá ?– me suelta el taxista sonriente apuntando hacia un punto de fuga donde el cielo es naranja sólido. Son las cinco de la tarde cuando partimos hacia nuestro carril izquierdo con volante derecho, y finalmente Georgetown es una ciudad que ya no existe dentro de la génesis no finalizada de la imaginación, sino en el tiempo dilatado a cómodos 50 kms/h. A mi izquierda la brisa sobre la corriente del Demerara, las destilerías de ron con su humo blanco, chivos, cebúes, bicicletas, mangos, garzas, coca colas, indígenas, loterías, pantanos, antenas de satélite, templos musulmanes, tarantines chinos, burdeles hindúes, y tras un rato, una marca negra en medio de la vegetación que lleva el nombre de capital y es mi destino por casi un mes. Erepanki Guyana Pona –bienvenido a Guyana en dialecto makushi– me dice mi piloto, sin nunca soltarme el jódetemalditoblanco que tiene apretado entre los dientes. En menos de quince minutos llegaré a la embajada que él ya sabe cerrada y comenzaré todo otro viaje. Y aquello de las primeras impresiones.