jueves, 7 de junio de 2007

Guyana II: Georgetown


Por Lope Gutiérrez-Ruiz

DÍA

Es imposible no sentir una cierta familiaridad caribe cuando se camina por las calles de Georgetown: el lento deambular de la gente arisca, el sol naranja sobre todos los hombros curtidos, un olor lejano a mar rancio y una cáscara de pintura siempre en la suela del zapato. La policía en sandalias, las motocicletas que levantan el polvo rojo y la música soca completan el cuadro caribbean roots que día a día discurre sin fin aquí en la capital de Guyana. Distinta a nuestra concepción de Caribe, eso sí, es la demografía local, puesto que aquí aproximadamente un cuarenta por ciento de la población es indostaní, otro cuarenta por ciento afroamericano y el veinte por ciento restante es luchado por una masa de asiáticos, amerindios, portugueses y otros europeos entremezclados; todos hablando creole, todos extrañando el mar que los trajo hasta esta calurosa ciudad de madera, donde todo es océano pero nada es playa; ni aquí en la capital, ni a una hora, ni a un día de viaje. Como rápidamente se dieron cuenta los holandeses cuando llegaron en el siglo XVI, en Guyana siempre se está debajo del nivel del mar, aquí las costas son de barro negro y la selva se entierra hasta el golpear de las olas.


TARDE

El pepperpot es un guisado rojo hecho con cerdo, curry, canela, cebollas y tomate. Se supone que es una comida navideña, por lo que he tenido suerte de encontrarlo en un puesto cercano a la St. George´s Cathedral, templo de anglicanos encallados y el edificio de madera más alto del mundo. Tiene algo así como 6 pisos, 150 pies. Está cerca de una tienda por departamentos que he visto antes en Trinidad llamada Court’s, así como de unos cuantos edificios gubernamentales como la High Court, el City Hall y el State House, la casa del presidente. A mi tercer día en la ciudad, una pequeña tormenta tropical superó el poder de las represas holandesas y sus esclusas de polea, dejando la ciudad inundada brevemente. Paul Fraser, mi amable anfitrión, me hizo notar que delante de cada una de las casas de Georgetown existe un canal para las cloacas al aire libre. Cuando llueve y se rebosan y el agua llega hasta la cintura, todos nadamos en nuestra propia mierda, de allí que la mayoría de las casas tengan dos pisos y la gente sólo viva en el segundo. El presidente y su pepperpot ejecutivo viven en una espaciosa casa de una sola planta, por lo que cuando llueve él también tiene que nadar.


NOCHE

A los pocos días de haber llegado me he hecho amigo de la delegación local de la Cruz Roja y Medecins sans Frontieres. Amigos inmediatos procedentes de todas partes del mundo, su abnegación y voluntad para ayudar al otro me resulta ajena pero admirable. Desde mi llegada, todos los días al finalizar mis entrevistas, borracheras y peleas, termino encontrándome con ellos en el Hospital Central de Georgetown, una antigua edificación con pisos de madera teñidos de rojo, camas de hierro forjado y olor a trementina. Juntos, decidimos siempre usar la noche para volver al Seawall, la pared que separa al Atlántico de la ciudad y promenade clásico con su vista al mar de barro iluminado por la luna. Allí debatimos sobre la supuesta eficacia que han logrado los partidos políticos al promover el odio racial para asegurarse votos, sobre las posibilidades reales del ecoturismo para este país, sobre la identidad caribeña sin estar en el Caribe y en más de una ocasión sobre la frase ¿qué hacemos aquí? En pocos días parto al interior del país por más de una semana y después no volveré más a Georgetown. ¿Qué hago aquí, en la ciudad más lejana del mundo? siempre resulta una pregunta inabarcable cuando se sabe que mañana se ira más lejos.

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