martes, 6 de marzo de 2007

Tres mamis...

...made in Colombia


Está claro: es un trampa. Como me dejan tan pocos comentarios y yo todavía soy medio brutazo con esto de los blogs, decidí colgar estas imágenes para que, por lo menos los panas (ya veré qué me invento más adelante para las panas) dejen al menos un gracias por las mujeres.

La primera: Daniella Donado, reina del carnaval de Barranquilla 2007, a quien besé en la mejilla durante una noche y llegué a decirle, con ese encanto que me caracteriza: "un placer, mucho gusto, encantado, yo soy..." Ella no escuchó ni la primera frase, pero siguió sonriendo. Suficiente.

La segunda es Nawal Ayoub, alta pana, barranquillera y ex señorita Bogotá 2005, o algo así. Modelo. Estuvimos juntos en Santa Marta. Está buenísima, pero lo de pinga no es eso, o no solamente (si ve que monté esas fotos supongo que se arrechará conmigo, pero no importa, en el fondo lo hago por mis amigos). A ella no le besé ni la mano.

La tercera se llama Viridiana y es bailarina en El Colegio del Cuerpo, en Cartagena. Una mujer especial que me acercó a la noche de la ciudad amurallada (su imagen la saqué de un link en The New York Times, espero que no me demanden). Y pido disculpas por los párrafos que se me colaron en medio. Ya dije, no soy tan ducho en la vaina:

TRES POSTELES DEL CARIBE BRAVO


BARRANQUILLA: 40 VECES SU NOMBRE

En Barranquilla hace calor y algunas veces sopla la brisa. En Barranquilla la guacherna empieza cuando termina: la guacherna es parte del precarnaval de Barranquilla, allí se disfrazan con tocados de espejos, marimondas y desfilan entre paredes de personas que miran desde los bordes. Barranquilla no tiene centro. O sí tiene, pero no es algo que importe. En Barranquilla las mujeres (y sus misterios) se comen con la mano. La reina del carnaval de Barranquilla (que parece que siempre es una niña bien de la ciudad) se llama Daniella Donado. Va vestida por las calles, y baila y abre la boca y saluda como las reinas y lanza besos a distancia. A ella, probablemente, sea a la persona a la que más le sacan fotos en Barranquilla. También la que más trabaja. Y se cansa. Ella, la reina, es muy bonita.

En Barranquilla viven más de dos millones de personas. Casi quinientas mil asisten a la guacherna, y todas bailan. Quinientas mil personas bailando –y bebiendo– ofrecen una energía que se me antoja llamar explosiva. No he visto ningún explosivo en Barranquilla pero sí algunas carrozas, globos de colores, señoras octogenarias vestidas como quinceañeras y negros con la cara pintada de blanco. Se la pintan con maicena. Y entre el ruido y la brisa marina (porque a veces sopla la brisa en Barranquilla) el pegoste se convierte en una costra que luego se chorrea con el sudor. Por eso la noche de Barranquilla es caliente.

Barranquilla alardea con la cintura de Shakira. En los desfiles siempre hay alguien que se disfraza de Shakira. Aunque debería ser al revés, yo creo que Barranquilla termina pareciéndose a Shakira. O a la cintura, o a su disfraz.

Barranquilla escupe, pero también se recuesta y acaricia. Barranquilla tiene algunos escritores (cronistas, los llaman) como Alberto Salcedo Ramos. Al lado de Barranquilla está Cartagena, adonde ya iré, pero esta vez no vamos a leer sobre Cartagena, sino sobre Barranquilla. Sobre Cartagena lo único que voy a agregar es que de allí es Efraím Medina Reyes, que está en Barranquilla, organizando el Carnaval de las Artes. Esta idea es de una fundación cultural que se llama La Cueva. Muy buena. Como siempre, nació siendo un bar bohemio y terminó en muchas cosas que tienen que ver con la historia. A Barranquilla (o a su carnaval como excusa para el trabajo) han venido escritores (o cronistas) como Jon Lee Anderson, Carlos Monsivais y un argentino que además dibuja y se apellida Fontanarosa. En Barranquilla también hay carnaval popular con reina propia, carnaval de los niños, guacherna fluvial y guacherna gay, que para ellos es un orgullo. Variaciones sobre un mismo tema: Barranquilla disfruta su fiesta.

El periódico más importante de Barranquilla es El Heraldo, allí dicen que son muy buenos en algo que se relaciona con la medicina o sus servicios médicos. Eso no lo termino de comprender, quizá porque el peso de la información es liviano en esta ciudad. En Barranquilla hacen presentaciones de modelos en trajes de baño y comen pescado, ensalada y arroz con coco. Siempre comen pescado, ensalada y arroz con coco. A veces hay mujeres que bailan en la calle con algo muy parecido al traje de baño. A eso lo llaman publicidad alternativa.

Quienes visitan Barranquilla y no están preparados para su noche colapsan y se abren la barbilla. El ron de Barranquilla a mí me endulza, o me acostumbra; la falda de las mujeres, cuando las veo caminar con un vaso en la mano, también. El sexo de Barranquilla tarda poco en presentarse, comienza de noche, en discotecas apretadas y con luces de colores. Es juguetón, sumiso y abierto. Se puede decir que termina en condominios de lujo, con mucha cocaína y taxis que ruedan despacio. Este sexo, el de Barranquilla, dice hijoeputa cada cinco minutos. Y también grita y se ríe.

En realidad, lo que más me gusta a mí de Barranquilla es la sonrisa de las organizadoras de su precarnaval. Ellas, como la reina (que usa corona) trabajan mucho; como las bailarinas callejeras (que casi no usan ropa) también son parte de una especie de publicidad alternativa, se ocupan de vender la idea del desarrollo y la amabilidad del lugar, eso es lo que hacen. Yo les digo que Barranquilla es amable, pero no es desarrollada. Y ellas sonríen y a mí me encanta.

El hotel más grande de Barranquilla se llama El Prado. Hay otro que se llama Country International, pero más grande es El Prado. Allí, como en todos los hoteles, hay huéspedes que se emborrachan cerca de la piscina y vacían botellas que prometen convertirse en envases de picante. En eso Barranquilla se parece a todas las ciudades del mundo. En eso y en que tiene un cementerio que se llama Jardines del Recuerdo.

En Barranquilla dicen que Colombia es pasión y en Colombia dicen que Barranquilla es la puerta de oro del país. Del carnaval dicen que el límite de la abstinencia es el último martes y que la dualidad vida-muerte rompe barreras sociales. Se supone que a eso se parece la libertad. Ha de ser por eso que es Patrimonio Cultural de la Humanidad (ya saben, declarado por la UNESCO). Los barranquilleros, que bailan muy rápido –y es lo único que hacen rápido– no se cansan de repetirlo.

Las playas de Barranquilla no son las mejores del Caribe, que equivale a decir lo mismo que no son las mejores del mundo. En eso están claros sus habitantes, lo que convierte a la ciudad en un destino menor para el turismo internacional. Pero no tan menor.

A Barranquilla le gusta su río que se llama Magdalena, y yo pienso: ¿será que Barranquilla es lesbiana? ¿O es un negro con nombre de mujer y cintura de relámpago?

La gente de Barranquilla, el calor de Barranquilla, la sonrisa de sus mujeres que organizan artilugios, la noche de su sexo, esa naturalidad de Barranquilla, es la que paga –a justo precio– la distancia, el desplazamiento y el tiquete aéreo: porque el tiempo cuando se disfraza prefiere la noche.

SANTA MARTA: TURISTAS POR NATURALEZA


En Santa Marta también hace calor, quizá más que en Barranquilla, pero la brisa se agita. Sopla más fuerte porque viene de la Sierra Nevada, o choca contra la Sierra Nevada, o se filtra y silba para avisarle a la madre naturaleza que han llegado nuevos turistas. Porque si algo tiene Santa Marta, si algo la vive, además de sus asentamientos indígenas, son los turistas. Esta es una historia sobre turistas del primer mundo: playas increíbles, vegetación tropical, pozos, ciénagas, lagunas y todo lo que no cabe en una sola mirada.

Uno: Un señor pequeño y mandón llegó montado sobre un caballo con el color como el trigo. Se bajó y escribió algo en una proclama: “habéis presenciado mis esfuerzos por plantear la libertad donde antes reinaba la tiranía”. Una semana después, murió. No se sabe si bajó tranquilo al sepulcro, pero sí muy delgado. No era tan viejo, apenas 47. Antes de desaparecer, el general en su laberinto respiró profundamente: olía a ron, panela y miel. Imaginó muy cerca unos samanes que crecerían gigantes, enormes, de troncos amplios, y una utopía. Recibió a cambio el lugar más amable para su despedida. Y mucha paciencia de quienes trabajan ahora en una casa llamada Quinta de San Pedro Alejandrino:destino para visitar, tomar algunas fotografías y creer que la historia permanece en sus espacios.

Dos: Estamos en el Parque Nacional Tayrona, que tiene la montaña más alta del mundo a orillas del mar: la Sierra Nevada de Santa Marta. Las ensenadas, sus playas, son también las más bellas, aunque según el periódico inglés The Guardian, son apenas las segundas, yo me pregunto ¿quién dijo que los ingleses saben de playas? El sonido del mar puede que sea el mismo sonido del mar de otras bahías caribeñas, su arena es gruesa, marrón y crema, y el agua se debate, como todas, entre el azul petróleo y el verde aceituna que se atasca entre las rocas. Pero la brisa, cuando se mira su inmensidad desde el acantilado, solo es descriptible con dos palabras juntas: poderosa y relajante.

Ha de ser algo del Caribe que se despide o una culpa perdida de la Sierra. Un remolino de la historia que se inventa posibilidades para resguardar hasta hoy descendientes con nombres propios: koguis, arhuacos, cancuamos, arsarios, asentamientos indígenas que son los dueños últimos de la naturaleza madre. Eso es el huevo del mundo, lo que a veces recordamos. Ergo, el sonido del mar, su color, la brisa, son nuestros propios recuerdos: convertimos la espuma blanca en otra trampa de la memoria para saber que somos pequeños, para estirar nuestro cuerpo magma bajo la sombra de las montañas, sobre miles de años de resistencia, y reconociendo la vida como un préstamo de la muerte. No es que en el Tayrona se llegue a pensar en el fin, es que se logra reconocer la existencia desde la corteza de su propia respiración. Y su silencio. El silencio de este mar no es el mismo silencio de otros mares.

Tres: El jeep subía la cuesta a cuarenta kilómetros por hora. No se podía ir más rápido. Salía de Santa Marta y se dirigía hacia un pueblito llamado Minca, la capital ecológica de la Sierra, una tierra de café. Ahí, al parecer, el misticismo se confunde con el secreto: todos saben algo que no le dicen a sus turistas o se lo confían sólo a los árboles. Mientras el jeep avanzaba, el bosque tropical húmedo se mezclaba con burros, chivos y señores que parecían estatuas. El Pozo Azul esperaba a nuevos visitantes, se trata de una cascada fría que habla de los pagamentos indígenas, del rito, de los testimonios, del poder. Un balneario entre rocas. El contacto directo con el gris y el verde, y el juego de los sentidos: se toca el silencio y se escuchan las raspaduras de los pies. Un par de horas fueron suficientes para mojarse y cerrar los ojos. Con un poco de torpeza y otro tanto de miedo alguien llegó a creer que se ahogaba. Lugar para grandes temas, otro llegó a mencionar la palabra matrimonio. Las marcas sobre las piedras y las ramas que se parten quedaron como testigos de la experiencia. Lo demás, como en la historia anterior, como en todas las historias de viajeros, se guarda en la imagen que sale de la cámara. Y en la recreación de los cuerpos en trajes de baños. De regreso, el jeep dio paso a una camioneta con aire acondicionado. Alguien observó por la ventana a una virgen patrona incrustada entre las piedras como un cactus. Y pensó en la fe: esta ciudad es una mujer, esta mujer es una santa. Un gavilán con la cabeza roja planeaba entre las montañas y miraba maravillado desde el cielo. El cielo era como el pozo.

Cuatro: El río Guachaca es maravilloso. Difícil describir algo maravilloso. Desde no hace mucho, Colombia dispuso para su norte 45 haciendas turísticas que ofrecen la posibilidad de hacer deportes extremos y turismo rural o de observación. El río Guachaca recorre algunas de ellas. Habría que hacer un sencillo ejercicio de imaginación: casa de campo, más caballos, más piscina, más palmeras, más chinchorros, más instalaciones cinco estrellas, más atención de sus propios dueños y manos expertas en la cocina. La vegetación y los tesoros arqueológicos en forma de vasijas de barro o los collares, aretes, pulseras y mochilas de los indios, que después le sirven a los diseñadores de moda para hacerse famosos en las pasarelas internacionales, son un agregado que no tiene costo. Detrás de estas fincas, como en todo lo que tiene que ver con el turismo, hay un negocio. Cuando está bien montado, uno solo piensa en una pareja para acompañarse. Si no existe, no hace falta buscarla.



CARTAGENA: LA MEMORIA ENCERRADA


El porro duró lo que tenía que durar. Diez barras era demasiado para la calidad del monte, lo sabíamos, pero a quién le importaba. También supe, aunque después notase que no era así, que ese sería el mejor momento de mi corta estadía en Cartagena de Indias. Pronto amanecería sobre las bancas de cemento partido y la basura en el piso, y el día que llegaba sólo prometía una incertidumbre turística y literaria. Atrás dejamos a los locos acercándose cada 2 minutos para interrumpir el beso, para ofrecer bola, para que le dejara el final, porfa compa, para que habláramos, nosotros, malditos, de cómo era posible estar tan juntos cuando ellos estaban tan solos. Atrás también sus ojos de vidrio y su cabello largo-corto que quería al rape, y su tatuaje futuro, y esas ganas de decirme quédese para siempre papacito, y yo de contestarle vente conmigo vale, que hay que llegar siempre hasta el final, que no sé qué hacer, que hace tiempo esto no me pasa. Pero era mejor no decir nada por miedo al error, a quedar como canallas, ilusos, tontos, inocentes. Algo que, en ciudades como Caracas –y algunas como estas– pueden cobrar un precio alto. Muy alto. Así que hicimos lo que debíamos.

El mototaxi no pasó de los 30, 40, 50 kilómetros por hora. Iba solo y la avenida Santander, junto a una costa de ahogados en su historia y un color ámbar hijoeputa, casi me hace llorar de las puras ganas de reírme tras los lentes oscuros mientras comenzaba a aparecer el sol. Porque la brisa golpeaba mi cara. Porque la ciudad me saludaba. Porque debía despertarme apenas dos horas más tarde para escribir un texto y volver a la Ciudad Amurallada. Y entregarlo. Y porque sabía que en esas dos horas no la dejaría de pensar.

La primera vez que supe algo sobre Cartagena fue gracias a un libro con fotos de niños negros y sonrisas National Geographic, y a los comentarios de una mujer-turista que hablaba de restaurantes de piedras centenarias y estatuas, bustos, catedrales, torres que miraban con nostalgia al mar. Pero sabía que eso no era todo. Porque no mencionó nada del Vallenato, porque no bailó salsa en sus relatos, porque recreaba cierta historia de bahía made in Miami, porque había ido allá junto a unos cincuentones en excursión de negocios, hoteles cinco estrellas e itinerario de lujo.

No menos amurallado que mi compañera viajera, turista, joven empresaria, revelando postales de luces que ciegan en discotecas, Cerveza Águila y 14 tintos al día, moviendo la cintura al son del inmortal Joe Arrollo, me convertí en el Patrón de mi noche en esa ciudad fea y encantadora. Había ido por cuenta del periodismo, lo que me dio una excusa para reportear y conocer a Federico, quien me habló de Chávez, de Bolívar, de esclavos, torturas, pinturas, santos, balcones y discursos imposibles; a Fernando, quien me habló de Ramos Sucre, Borges, el Techo de la Ballena, Gonzalo Arango, los nadaístas, y también de Chávez y Bolívar, claro; antes de sugerirme conversar con un tal Alfonso Múnera Cavadía, un tal Rómulo Bustos, un tal Gustavo Tatis, un tal Álvaro Restrepo.

Y conocí a Restrepo, bailarín profesional: quieto, agradable, cansado en su reducto de danza-cuerpo-objeto, quien también me dio la entrada, abrió las puertas de su Colegio para que yo entendiera en sólo un ensayo, o uno y medio, que hay algo que se esconde en cada ciudad, inmanente a la fe de su gente, y que escapa a las palabras. Y esa fe danzaba a ojos fijos y proyectaba su noche junto a mí para no mostrarme nunca la verdadera ciudad. Pero sí la parte alta de una discoteca que dormía bajo barrotes y enseñaba los faroles de ese espacio-centro que muerde con la luna a sus turistas. Y yo era uno de ellos, seguramente el más agradecido. El más encariñado. El que tenía los ojos más cerrados mientras me tumbaba en catres viejos, corría por pasillos polvorientos sobre escaleras de madera y proyectaba un final de bolsillos vacíos y sonrisa amplia. En otro putísimo hotel cinco estrellas, compartiendo la habitación con un desconocido mientras lo que quería era hacerle el amor a Cartagena a través de ella. Cogerme hasta el último arco de sus murallas y rasgar sus playas turbias con cada no sabes nada y estoy fumado, con cada silencio en taxis amarillos, con cada vallenato a solas y cubalibres mal preparados, con cada escalera ajena y cada maldita valla publicitaria, con cada noche de despedida al son de la Parranda del Gallo y un estar siempre cerca y no llegar al final, con cada discoteca llena y su estúpida elección de la Señorita Cartagena y sus mini faldas y sus luces pobres y su reggaetón en vivo y sobre la barra; con cada mirada de esas que me atan, de alguna u otra forma, a mis recuerdos más infantiles. A mis ganas de convertirlo todo en literatura mientras vuelvo a hacerle el amor y a aparecerme en sus sueños eróticos, porque sí, Cartagena, la Cartagena que yo conocí, tuvo sueños eróticos conmigo desnudo en aguas cristalinas. Después de fumarnos y bebernos y amanecernos. Y después de traicionar mi idea de conocer las zonas pobres de la ciudad y entender que me diría Lo nuestro viene del futuro y me quería decir no sé qué me hiciste hijoeputa, hasta cuándo dura esto. Y eso después de bebernos el peor coctel y el peor vino tinto en el local más chic, delatado desde la entrada por su nombre de marca París Exótico que mira a América: Café del mar. Y ese fue, de seguro, el mejor de mis momentos en Cartagena. Y no sé por qué. Pero ahora encierro la memoria de mis seis días en esa ciudad de olores y noche, donde casi nunca llueve, insuficiente para tantas promesas y tanta búsqueda, y recreo mi pierna buscando la brisa y mi mirada una respuesta que gritara un beso a contratiempo. Y un brindis anémico. Y ninguna mentira. Y creo que allí está la clave: ella, como Cartagena, aun con ese incrustamiento cinematográfico de telenovela histórica en el centro, es probablemente la mujer más honesta que he conocido, al menos en lo que se refiere al callar en sus primeros plazos, cortos, casi inmediatos, a ese juego de piernas, pestañas y lenguas que duran tres noches con sus silencios, a no decir lo que no hace falta y conformarse con el desnudo a medias. Y sabe que soy capaz de caminar hacia el pasado. Y que aquéllas dos horas se han extendido más de la cuenta encerrando mi memoria en sus murallas.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Saludos Leo Felipe ! que alegría ver el progreso de tu blog en este último post, tal y como tan acertadamente comentas, el camino a seguir en un cacique debería de estar poblado de mucho menos texto y muchas, mucha más fotos. Sigue el buen trabajo muchacho.

Anónimo dijo...

Doble gracias: por las bellas imágenes y por "enlazar" a Y Sin Embargo magazine.
Gracias, Leo.

fernando. / y sin embargo magazine

¿Qué es esto? dijo...

Jaragualero, quien quiera que seas, gracias por ese inmenso estímulo. Es algo que nunca podré olvidar. De verdad, gracias (están por enviarme más, muchas más fotos de ese viaje a Colombia. Prometo colgarlas solo para amigos como tú).

Fernando, gracias a ti. Leo y sin embargo cuando puedo. Y me gusta mucho la propuesta.

Anónimo dijo...

Señor Campos,
ay, me encantó su Blós, lo estoy leyendo con lujuria.

Entre en mi blós, por favor.
www.barrigaindomita.blogspot.com

besos

Anónimo dijo...

www.pajodertebarranquilla.blogspot.com

Tal vez le interese, hablamos mas o menos de lo mismo...

Anónimo dijo...

Coño pana, que gusta esto, si señor. Este blog resuma Caribe por los 4 costados

Anónimo dijo...

que mierda de blog, típico de cachaco que no dice las cosas de frente.