lunes, 5 de febrero de 2007

Sao Paulo desde el retrovisor



Parece que nunca comienza, o nunca termina. Apenas rodar hacia la ciudad –plana, extensa, no se sabe con exactitud si falta, o se entra o se sale, pese al esfuerzo de los mapas– noté que las nubes corrieron junto al avión. Puede que sea una coincidencia, pero dejé atrás a una Caracas que amenazaba con rebosarse y encontré un cielo que no dejaba un mínimo resquicio por donde entrever una luz distinta al gris de 16 grados que hacía pasadas las 7 de la mañana. Más gentes, más calles, más canales, más carros, más distribuidores. Menos canchas de béisbol, más, muchas más, de fútbol sala.

Hasta ahora, no mucho para detallar, excepto la imagen de promesas alrededor de una pelota, una gran fuerza empresarial y cierta lentitud de paisajes urbanos y suburbanos. Esta, la ciudad más grande del país más grande de América del Sur, se presentaba más bien con cierta sutileza, guardaba las formas con el silencio del aire acondicionado y una presencia espaciada, casi respetuosa, de algunas industrias pequeñas a medianas. El autobús cruzaba a 60 kilómetros por hora y el caos aún no se asomaba. Hasta ese momento, Sao Paulo parecía desaparecer de esa lista predilecta de megalópolis contrastantes que juntan ciudades del siglo XXI con poblados marginales que sobreviven a su edad media: Shangay, Tokio, Nueva York, México D.F. Todo era un engaño, aquél disfraz de Barquisimeto gordo, austero y amigable, aquella máscara de vacío ceniciento y extranjero, tenía para mostrar mucho más que italianos (la pizza es su comida típica), japoneses (tienen la colonia más grande fuera de Japón), helicópteros (el segundo parque en el mundo) y rascacielos (más de 3 mil). Iba a enseñar una esquina de su noche. Apenas una. Un gesto casi invisible.

Recién entraba en la ciudad. Ni siquiera podía proyectar que me esperaría una noche típica paulistana -y si fuéramos creyentes podríamos decir que asegurar eso cuando se habla de las dimensiones de Sao Paulo es casi un sacrilegio: una fiesta con más de 2 mil personas -la mitad homosexuales, dos quintos travestis, no más de 30 mujeres heterosexuales si nos ponemos matemáticos, o exclusivos- y muchas horas con tres pisos de trance y barras mojadas, de alcohol mezclado, del volumen y sus luces de espaldas desnudas, de la ciudad maravilla del mundo al sur del ecuador, de las miradas que se mueven, porque todos, de algún modo, siempre miran bajo la oscuridad intermitente. Y debí adivinarlo por su nombre: La loca, pero no lo hice.

Tampoco fui capaz de entender lo grande que era una ciudad milkilométrica. Ni de saber que no se le veía la boca. O que uno puede llegar a escribir: a veces no es preciso anotar, sino mirar la naturaleza en el viaje y dejar que los árboles te golpeen la cara, que haya sangre de ramas abriendo caminos de silencio y pequeños abastos y autos abandonados y quebradas secas. Que el ruido de la periferia, porque siempre que hay carreteras largas hay ruido de pueblo y frontera, sea ese ritmo lejano que duerme despierto, sin que haya plazas, ni escuelas, ni iglesias de ancianas negras, sino una tarde calva y oscura como caucho gastado que pasa por la ventana, que cae con ganas de rodar eternamente hacia la nada. Y a la orilla sus aceras de barro, sus costumbres desdentadas y sus teléfonos públicos, y sus calles que nunca están quietas.

Parece que nunca comienza o nunca termina, pero no es que el trayecto del aeropuerto a la ciudad sea eterno, sino que Sao Paulo desde un retrovisor es la imagen de la ciudad inabarcable. Rodar hacia o desde, e intentar dibujar sus límites es un ejercicio tan difícil como innecesario. Es la multiplicación de las cosas: municipios exponenciales en una enredadera de concreto y asfalto que sigue creciendo junto a sus ranchos y edificios. La fisionomía es la de la sala de espejos, algo que se puede ver desde afuera porque todos se parecen. No se parecen entre ellos, o sí, pero se parecen a todos, y son más. Yo vi a Hugo Prieto abordar un Ford Verona, y vi a Carla Tofano descender borracha de un autobús, y vi a Edgar Moreno haciendo capoeira y hasta puedo jurar que vi a Valentina Alemán y a sus amigos en un concierto de Rock, pero no, no eran ellos. Era el reflejo de muchos años en una ciudad mayúscula (son más de 20 millones de habitantes si se toma en cuenta a la Grande Sao Paulo) que atendía al colorcito de una historia café con leche y cierto cansancio a causa de mi viaje.

Ya casi estaba llegando a mi primera parada. Debajo del cielo capote comenzó a abrirse una entrada oscura que guiñaba un ojo y escurría una lágrima muy parecida al Guaire para mi gusto: el río Tietê, que atraviesa parte de la ciudad: un salto de aromas pestilentes que llegaría más tarde, cuando el sol subiera la temperatura. Quizá con menos vallas que nuestra malquerida capital, el tráfico de Sao Paulo llega a ser insufrible, como es de esperarse. Aunque no es tan común oir que alguien revienta la corneta o le atribuye al amarillo del semáforo alteraciones adrenalínicas. Hay barrios de casas al centro, cercados por enormes aros de favelas que los arropan casi por completo. Y si bien puede esconder cierto aire de monstruo contemporáneo en las afueras, en sus larguísimas faldas; es evidente que exhibe en sus pliegues, en casi todos, las mismas marcas comerciales (Grupo Santander, Makro, Shell, Mc Donald’s) y una parada –destino final de cualquiera que vaya del aeropuerto al sureste de la ciudad en bus– que corresponde con uno de los sellos típicos de la urbe moderna: un mall. Esta vez con nombre de promesas indígenas, sí, pero escritas en una mezcla de castellano e inglés. El Dorado Shoping cierra el primer recorrido que demuestra quién va ganando la guerra, más allá de los resultados, algunas políticas de agenda macro y ciertos discursos que arrancan tantos enemigos como aplausos en las cumbres internacionales. El centro comercial e industrial del país y su producto interno bruto de unos 300 mil millones de dólares al año -sólo el de la gran ciudad- me recibían con lo primero que tuve a la vista: un gran kiosco y una Coca Cola.

Había tiempo de lluvia y no hacía calor, pero me compré el refresco mientras daba vuelta la fusca de Valentina, mi amiga, ahí pensé en ese primer recorrido y en la lluvia de imágenes prescindibles que compondrían este texto obligado, y en el viaje hasta Río de Janeiro que haría por tierra para entrevistar al fotógrafo André Cypriano. Aunque lo de Río es ya otra cosa. Río es más como Caracas. Una Caracas en tangas y con playas. Sao Paulo no cabe y no para, y no comienza, no termina, o eso parece. Lo que parece es lo del país que lo encierra: siempre se está moviendo.

Nota: Ya la parada de El Dorado Shoping no está activa. La eliminaron unos 6 meses después de escribir esto. Pero me gusta como está, así que no pienso editarlo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Panita, esta crónica de ciudad inabarcable está excelente. Te compro todo lo que dices.

un abrazo.

¿Qué es esto? dijo...

Gracias mi pana, viniendo de un gran viajero como usted, el comentario es un lujo. Espero ir pronto a Cagua a ver si saco otra crónica que valga la pena. Abrazo