jueves, 5 de junio de 2008

II. La Muerte


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Este es el retazo de una corta novela que escribí hace tres años. Me gusta a veces y no refleja lo que siento ahora, pero tiene una dedicatoria: A Mingus, y a mi madre. Lo del jazzista es porque la mitad del texto lo escribí escuchando algunas de sus piezas (en especial Theme for Lester Young). Lo de mi mamá es porque ella, con su amor incondicional, me enseñó que a lo mejor nunca podré ser tan bueno con los demás, pero que la vida está ahí para que hagamos lo que realmente deseamos hacer, con fuerza, y también con mucho cariño.

La agonía del ebrio encuentra su más exacta analogía poética en la agonía del místico que ha abusado de sus poderes. Mi padre detuvo la suya. La noticia me tomó por sorpresa. No volver a mirarlo significaba un escudo menos, un archienemigo fantasma en escape suicida a quien traté de atrapar en vano. Un no lugar de enfrentamiento que me dejaba aniquilado. Definitivamente solo. Yo sabía que de esa forma se me acababan las excusas. Los canallas siempre tienen que culpar a alguien, me dijo Selina la noche que me llamó desde el hospital para darme la noticia. Ella había estado visitando a mi padre sin decirme nada. Por eso, pensaba ahora, fue que lo noté de mejor humor la última vez que lo vi. Hasta allí le debía a Selina. Suplantó mi ausencia con el cuidado de mi padre, viejo, agotado, cada vez más escéptico. Un hombre casi calvo y arrugado que dejó mucho para sí mismo. No sabía qué era peor: que fuera ella la que me avisara, que tuviese ya dos meses viendo al viejo sin que yo lo supiera, o que aquella estúpida frase sobre los canallas fuera dicha por mi padre en su lecho de muerte, antes de darle un beso a la mujer que a partir de entonces dejaría de estar a mi lado.

Mi padre, canalla por excelencia, pésimo actor de teatro amateur y amante inconfundible, según pude constatar en mi niñez, se marchaba dejándome a cuestas una vida que ya comenzaba a quedarme grande. En cierta forma, que él estuviera en cama me daba una esperanza que no quería ver, pero que necesitaba para vender mi alma. Nunca creí que me pudiera pasar esto: estaba solo y me puse a llorar, codo sobre los muslos y con la puerta del baño entreabierta. Un halo de luz entró por uno de los flecos amarillentos de la cortina que bailaba ante mis ojos. Las lágrimas no paraban de caer por mis cachetes. Mi cuarto era un desierto quejumbroso. Me dolían la nariz y la frente. Bebí un vaso con refresco después de salir del baño y traté de leer algo en vano, mientras pensaba en robar a alguien y seguir hasta el bar más cercano a gastarme la plata, a mentirme junto a la barra, a ofrecerle a una mujer otra fiesta común e inolvidable. Si de algo estaba seguro, es que esa noche, la noche en la que el viejo hizo su última jugada, con una esperanza muy cansada en los ojos, y la certeza de que dejaba a un hombre débil y sin salida al frente de un porvenir que hace rato se le plantaba al frente como un gigantesco signo de interrogación, era la noche del atrevimiento sin fronteras. Todo valía para celebrar una vida que fue aprovechada casi hasta el final. Entonces busqué otro libro, una novela de Bolaño, 2666, leí unas páginas entre lo poco que me quedaba de brandy y me dispuse a abusar de mis poderes.

Es de moderado a grave, repetí, no puedo decir otra cosa. Lo repetía mientras lloraba como un niño débil y asustado. Fue la frase que me dijo el médico mientras se sacaba los mocos y me miraba de reojo. Yo en seguida supe que era cuestión de tiempo, que todo valía menos y que nadie, por más que afirmen lo contrario, entiende la muerte cuando llega.

Escribir es desangrarse, es una actitud ante la vida desde la oscuridad del silencio cuando uno sabe que está muerto. Beber es lo mismo, un largo camino de regreso. La muerte es la imagen invertida: es el silencio, y el tiempo que pasa. Siempre supe, desde ese primer diagnóstico, que la fatalidad estaba parada bajo el marco de la puerta, recostada, bostezando, mirando con su cara cansada por tanta rutina maldita. Su trabajo esclavizante le obligaba a seguir y mi padre se encontraba en medio, con una mirada que se debatía entre el terror y la esperanza. Con quince quilos menos y los órganos agrietados. A partir de ahí asumí una postura de guerrero implacable. Desalmado, ligero, inescrupuloso. Tenía que burlarme y refugiarme en parcelas inútiles: la acera, mi encierro, el cretinismo moral de las personas y el vómito de sangre que salía de sus bocas como la basura que brota de las bolsas negras de basura. La noche era sólo una excusa, el tiempo, en efecto, estaba pasando. Entonces volví al baño. Me quedé dormido y, cuando desperté, con dos círculos rosados y redondos dibujados en mis muslos, levanté la mirada, me aferré con fuerza al tubo que estaba frente a la poceta y volví mis ojos al agua del inodoro: estaba colorada.

3 comentarios:

Marc dijo...

Un abrazo mi pana.
Ánimos, la vida sigue y tú, como has hecho siempre, le seguirás echando bolas como un campeón.
Se te quiere.
Marc

El leo dijo...

No sé si tenía que leer algo de este grosor para dejar un comentario. pero bróder. Quisiera seguir leyendo. lo que viene antes, si algo venía antes, y lo que viene después. Sabía que algo te traías entre manos, aunque ya no signifique lo mismo ni sepa igual. hay cosas que envejecen bien, ésta aún no envejece.

Patria, socialismo y sexo por los oídos.

Leo.

¿Qué es esto? dijo...

Marc, hermano, gracias, también aprendí a quererte. Sé que la vieja me seguirá acompañando a todas las tascas para echar a perder mis sábados o domingos viendo malos partidos de fútbol. Pero imanarás, qué difícil.

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Leo, ya colocaré algo de lo que viene, antes o después. Gracias por comentar.