Sí, eran lo cabellos de Laura al viento, eran sus ojos llenos de lágrimas y la luna de fondo. No era un sueño, ni un artificio narcótico de las píldoras y el alcohol que llenaban mi torrente sanguíneo y que hacía horas –¿quizá días?– marcaban el pulso de lo que concebíamos y de los callejones donde no dejábamos de perder nuestros pasos. Quizá eran sus cabellos al viento despidiéndose de alguna manera, como un gesto postrero e inútil, desde la ventana de nuestro cuarto de joven pareja alquilada, piso 16, Edificio San Martín, Parque Central. Pensaba mientras la veía columpiarse en la ventana que este juego de vértigo había llegado demasiado lejos, que fueron demasiadas lecturas combinadas con drogas y escapes salvajes de una ciudad de la que jamás se puede huir. Supe, al mismo tiempo, que este era uno de los finales más lógicos dentro de esta dialéctica feroz de un eros-tánatos demasiado tomado en serio, y me refiero a uno-de-los-finales porque secretamente intuía que aquello no era más que un episodio del espiral insidioso que columpiaba nuestros días. Laura, Laura, amor ¿Por qué nos hacemos esto? ¿Por qué este extraño suicidio a fuego lento? ¿Por qué acabar nuestro delirio con una caída libre sin un té de despedida y yo aún tan drogado, tan perdido? Laura, amor, el sueño de tus ojos sigue siendo Londres. Me dices no puedo Esteban, no puedo con todo, y te amo tanto. Me dices eso mientras te columpias en la ventana que da a la avenida, justo como lo harías si estuvieras esperando sentada en un muro donde descansas tu impaciencia ¿Pero qué esperas ahora, mujer, si me dices que las ganas no te dan para seguir aguardando por una felicidad demasiado esquiva y una promesa de caminos que nunca llegó? Recuerdo que comenzamos siendo sencillamente unos estudiantes confusos y alegres, unos tontos que pensaban que en las esquinas se escondían los secretos que vedaron años de educación burguesa. Recuerdo las primeras salidas y el arrojo que te llevó a arrastrarme a todos los bares, a todos los recitales, a todos los velorios, a todas las fiestas suicidas. Qué buscábamos entonces sino un signo de vida y redención frente a tanta mierda programada y esculpida en el mármol de las instituciones fantasmas. Qué buscábamos sino aquel Símbolo de Paz que cantábamos en las fiestas de cervezas interminables y verde marihuana. Recuerdo, también, nuestros primeros reveses, aquellas sesiones de desencuentro y gritos que terminaron por ser lo cotidiano y certero de nuestra relación bendita que una vez bautizamos de poemas en aquella mesa de Valera donde te pedí que fuéramos para siempre.
Esteban, Esteban, ¿eres tú quien me llama? ¿Es tu mano suspendida en el aire esa que me grita? ¿Sabes que justo como me miras ahora fue como me vieron tus ojos aquella noche turbia donde nos conocimos? Estabas como extraviado en la cocina de aquel apartamento –que según supe después era del director de teatro que yo odiaba– y no sabías si buscar una cerveza o gritar auxilio. Yo te regalé la mejor de mis sonrisas y te ofrecí de mi botella verde. Me gustó eso de que aceptaras a la primera y bebieras con apremio. Así como un náufrago que llega al agua dulce. Mi náufrago, mi amor ¿Cómo te explico que a veces la resaca de los días puede más que nuestra promesa? Que no me perdono los reveses secretos y que me despierto con una nube de abejas que me gritan hasta ensordecerme. Sé que jamás seremos nuevo cine joven, y que jamás Resnais, que jamás Lelouch, pero al menos quisiera pensar que esta última nave, que este peñero indefenso que somos, nos da para hacernos en la paz de los que se encuentran en sus naufragios compartidos. Podemos seguir acudiendo a la cinemateca a ver a Fassbinder –Dios, cuánto Fassbinder, cuánto descreimiento de emulsión– podrás dar más recitales y dedicarme volúmenes de tu antología personal. Yo por mi lado podré darte esos óleos extraños que tanto te gustan y una pasta de redenciones cada vez que se pueda. Pero, ¿sobreviviremos a todo lo demás? Los días, los otros, los perros ¿Podremos resistirles? Ah, Esteban, cuánto te amo. Prefiero posponer esta inquisición de ventana abierta, darle prórroga a la otra caída, amor, dejarme llevar por tus brazos que ahora me toman, me bajan lentamente mientras cantas esa canción que tanto me gusta. Sé que mi ropa cae a los suelos y siento tu aliento cerca de mi cuello, también sé que mis ojos se secan por el viento gélido de la ventana aún abierta, pero lo que aún no logro averiguar, amor, es el nombre del país que nos espera y cómo coño se les ocurre a estos vecinos insensatos prender fuegos artificiales en medio de esta noche de horror, y con este frío de mierda que de seguro no nos dejará dormir.
1 comentario:
ah...que tiempos esos. cuanta divina cursilería. va un beso.
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