Te quiero mucho, mi vida. Y me encantas; le dijo.
-¿Destino final, señorita?
-¿Perdón?
-¿Qué destino lleva?
-La muerte.
-¿Diga?
-Caracas.
-¿Estaba acá de trabajo?
-No, de turismo.
-¿Y cómo la pasó?
-Ah, pues muy bien.
Había ráfagas. Música a todo volumen y una lluvia tenaz, persistente. El recorrido, desde Altamira, parada previa para un arroz chino –mixto, combo 3– terminó en noches extranjeras de cuerpos sin ropa, a medio cubrir con emociones de cobijas gruesas y locales de noche amiga.
-¿Me permite su pasabordo, señorita?
Una hora treinta minutos de vuelo, lo sabía, dejaba una deuda impagable. Un despegue a tiempo para evadir posibilidades: ese abrazo en la pista con la luz rayándole la cara –un solo de violín al fondo– el café equivocado, la cena en un restaurante con letreros auténticos, otra tarea sobre universitarios. Atrás se quedaba una Medellín tan llena de libros como de promesas vacías.
-Buenas, bienvenida a bordo. ¿Se queda en Caracas, señorita?
-¿Caracas?
-Sí.
-Ah, sí, claro.
-Tome, es un agrado recibirla. Que tenga buen viaje.
Escríbeme, al menos, le dijo Camacho; para saber que llegaste bien. Uno o dos meses atrás Cinthya situó la aclaratoria –débil, aunque ambos querían que sonara amenazante: no más llamadas, no más recados, no más mensajes de texto por el teléfono celular. Eran expertos en contradecirse y en tenderse trampas, pero apenas aprendían a tomarse de la mano. También sabían reírse y mirarse a los ojos. Y pasar como invitados de lujo; como huéspedes de honor; como noctámbulos fugaces que repiten su deseo y campanean un vaso corto. Con hielo, con ron, con aguardiente y limones ahogados, con un regalo: las caras tan cerca que llegaban a olerse la sangre.
-Juguetes a control remoto y teléfonos celulares deben permanecer apagados a partir de este momento. Se les recuerda que fumar a bordo no está permitido.
Había desplazamientos de memoria y de futuros. Había galpones y salones vacíos. Había teléfonos, malos teléfonos. Había taxis amarillos y números rojos. Había apartamentos, paraguas prestados, pantallas con rock and roll, afiches, poemas, bares de alpinistas, meseras con lindas caderas, salsas, tangos, boleros y mucho norte. Y también ruido y besos en la mejilla, con el café –tinto– la casa –grande– los amigos –nuevos. Siempre había ruidos y besos en la mejilla. A veces se deslizaban hacia el centro.
-Señorita, mantenga el respaldar de su asiento en posición vertical…
-¿El viaje dura hora y media?
-Sí, señorita, una hora cuarenta minutos para ser exactos. Abróchese el cinturón, por favor.
La lluvia había sido un paréntesis. Los recibió junto al frío hasta abrirles la piel; se fue para dejarlos con su cámara de risas, registros movidos, caprichos, agendas y películas de medianoche. Una madrugada de espanto, un sweater nuevo y un desayuno criollo. Regresó, la lluvia, como esa alarma que siempre suena para obligarlos a despertar más temprano de lo que querían.
-Tripulación, estamos próximos al despegue.
Cinthya miraba por la ventana del avión (Avianca, vuelo 082, 5A). Una nube blanca sin dueños, como el aviso de un volcán que se agita, que se levanta hasta el cielo, le repitió lo evidente: a veces cae la noche entre el desvelo de los hombres que viven como niños, que no creen en la fuerza, que empezando a olvidarse inventan fugas y embarazan recuerdos. Así era como se hacía antes. Así era como debía hacerse ahora, cuando estar ubicada en un solo lugar era imposible a menos que se culpara al miedo. O a la pereza.
-Señoras y señores, permanezcan sentados y con los cinturones de seguridad abrochados, por favor. Leadys and gentleman…
Ella tenía sus planes y sabía lo que sentía, no podía dejar que nada se interpusiera en su camino. Pero estaba la velocidad; esa ráfaga de personajes, lugares y ritmos. La imaginación se había perdido, pero retomar el movimiento y desplazarse por realidades cortas; la levedad del brillo de sus ojos; la certeza de tantas coincidencias (otra foto); le hacía permanecer tranquila, calmada, segura.
-¿Jugo, café, gaseosa?
Cinthya llevaba un hijo nuevo en su vientre y sentía un vértigo ascendente. Eso no ocurría desde la noche anterior, cuando Camacho la apretó contra su pecho y la vio con algo parecido al alma; o a la franqueza; o al deseo, esas tonterías que se inventan los chicos, que es como un destello de luz que obliga a cerrar los ojos; o como la transparencia, inventos ingenuos en tiempos tan actuales.
Abajo se dibujó una silueta de río. Cinthya empezaba a contar su último medio año y estaba enamorada. Al parecer lo sabía, pero no quería terminar de creerlo. En el aeropuerto le esperaba un taxi por encargo –90 mil bolívares– y algo de calor, también un tráfico de autos que retrasaría aún más su llegada a casa. Pensaba en la muerte mientras veía pasar las nubes a una velocidad absurda.
miércoles, 3 de octubre de 2007
El viaje de Cinthya
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1 comentario:
Qué tal, Leo. Quise dejar mi estampa para que supieras que ando por estos lares. No lo escribo en el texto de arriba porque está muy poblado. Prefiero los espacios serenos.
Sigo por aquí.
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