lunes, 19 de febrero de 2007

André Cypriano: Ni orden, ni progreso.


Una historia contada en blanco y negro a través de los ojos del mejor fotógrafo que he conocido de Brasil: André Cypriano.



I. PARAÍSO SURFER

Cuando Cypriano escuchó sobre sus hombros el motor de las hélices, se aferró a su tabla y permaneció tranquilo para entender lo que pasaba. Había ido a surfear con algunos amigos en Angra dos Reis, Ilha Grande, una isla exuberante e inexplorada de Río de Janeiro, donde quedaba el Instituto Penal Cândido Mendes. Desde la playa virgen miró a los militares correr, apuntar, perseguir a unos prisioneros que habían escapado de la cárcel. Él y sus amigos no entendían nada. Escucharon los gritos a mano armada de otros policías que les exigían salir del mar y permanecer juntos por su propia seguridad. Horas más tarde, uno de los helicópteros levantó una inmensa red desde el agua: adentro iban dos fugitivos enredados en algo parecido al nylon. A la furia. A la desesperación. Por supuesto, serían devueltos al presidio, también llamado La Caldera del Diablo. Allí depositaban por igual a presos políticos de ideología marxista y a presos comunes: narcos, ladrones, asesinos. Todos en el mismo infierno. Todos, o casi todos, pobres, muy pobres. Cypriano volvió a la ola, regresó a Sao Paulo y de allí se fue a los Estados Unidos. Pero se llevó consigo un pensamiento encontrado sobre su país. Fue en 1985, cuando tenía 21. Hoy nada de eso existe más allá de la memoria.

En ese lugar, a pocos metros, comenzó toda esta historia. Que es la misma historia –contemporánea– de Río de Janeiro. Que no es lo mismo que hablar de todo Brasil, pero casi. En ese lugar me encontré con Cypriano. Y a través del viaje (12, 13, 14 horas desde Sao Paulo, con parada en Río, autobús, catamarán y peñero incluidos), de su casa-posada-hostal de las maravillas escondidas, su pronunciar pausado, en tono bajo, una risa que aparecía de vez en cuando sobre la humedad de una sala de libros y una cerca de montañas que lloviznaban la noche y cantaban la madrugada, conocí la calma. La serenidad. El silencio. Algo que no tiene nombre. Ahora que he estado allí lo puedo decir: Hay relatos que se deben contar. Y este es uno de ellos.

El 17 de septiembre de 1979 la Falange Vermelha destrozó a la Falange Zona Norte en una batalla histórica, sangrienta, de vida y muerte. Desde entonces pasaron a comandar el funcionamiento interno del Penal Cândido Mendes y de algunos otros de los 17 que tenía el estado. Y también, puertas afuera, el de las favelas. Los líderes de aquél 1979 fueron muriendo y el movimiento derivó en lo que hoy se conoce como el Comando Vermelho (CV), una de las ramas más grandes del crimen organizado en Brasil. Con ellos tuvo que conversar Cypriano a su regreso de San Francisco, Estados Unidos, donde cursó estudios de fotografía. Habían pasado ya 8 años desde el episodio del helicóptero y ahora llegaba con una idea muy difícil de llevar a cabo: retratar la vida interna de la cárcel, lo que escondían sus pasillos, el sentimiento de los prisioneros. Para Cypriano, el otro lado de su Paraíso Surfer.



II. LA SANGRE DEL DRAGÓN

En esta época del año, la temperatura cae durante la noche. Los mosquitos muerden como ametralladoras y esa famosa llovizna de 120 días espaciados continúa rociando las cosas. Las montañas verde-negras, la mata atlântica, el mar, los cabellos sucios... Cypriano sentado en cama revisa titulares de periódicos viejos: La Isla Maldita, una prisión que nunca olvida su pasado. Los peores criminales van para Ilha Grande. Corre sangre en los corredores de la Caldera del Diablo; redacción sensacional o hiperrealismo documentado, él vivió de cerca lo que ocurría adentro de esas rejas. Supo que el gobierno quería implotar la prisión y decidió acercarse. No fue sencillo: debió convencer a los líderes del CV para entrar, al jefe de la policía para dormir en algún lugar de la Isla, a otros presos para dejarse retratar. Y sintió como si estuviese probando la sangre del dragón con cada foto que tomaba. En medio de una historia cargada de lugares comunes y repeticiones históricas, como el infierno, ejemplos gastados de tanto manoseo de discurso ligero, latinoamericanismo pobre, negro indefenso, falta de posibilidades, injusticias, violencia a lágrimas secas y una fe cada vez más vulnerable y cada vez más ella misma: "De alguna manera, cada sesión parecía también ser una victoria para los líderes del Comando".

Allí entendió que el poder de las células del crimen organizado alcanza kilométricas y palpables magnitudes. Que la vida acaba sin acabarse. Que el cuerpo se desgasta y que la amenaza, la risa y la violencia son abrazos del día, a toda hora. Que la naturaleza, extrañamente, es la madre de todo. Y está presente. Sobre uno de los muros (pintadas en rojo las siglas CV) trepa una enorme mancha verde oscura: el musgo escurre agua constantemente y del concreto surge un brazo delgado, mortecino, de una mata de mamón. Chiquito, el líder del CV dentro de la prisión le comenta a Cypriano: "aquí los presos dicen que las paredes lloran". Y, tras apuntar al mamonero: "¿Sabes cómo creció ese árbol allí? De la mierda de uno de los prisioneros, se acumuló en las cañerías internas". Y Cypriano pregunta curioso: "¿Y ustedes comen de allí?". Y Chiquito contesta: "Eh, claro".

Los proyectos de Cypriano parten siempre de largos plazos. Hoy la Isla es un destino turístico donde los extranjeros atracan lejos de las bahías pobladas. Y ya la cárcel no existe. Él comenzó a documentar estilos de vida y prácticas tradicionales de sociedades que viven al margen, en lugares de difícil acceso, buscando lo extraordinario y lo desconocido, algo que llama dádiva da vida. Ya lo había hecho en Indonesia, en las calles de Bali y al oeste de Sumatra. Y ese internarse continuó incluso después de la implosión de La Caldera del Diablo azotando fantasmas, culpas, soledades. Y también fiestas, cochinos asados y presos haciendo el amor con sus mujeres. Eso fue en 1994, ocho meses después de su última foto en ese lugar.

Hoy Cypriano vive en una posada a diez kilómetros de donde alguna vez estuvo la prisión. Un tiempo allí y el resto en Nueva York. De su memoria siempre surgen nuevos testimonios: en cada celda hay una historia. El menor de los internos lloraba con las cartas que escribía; el fútbol era otro acto de fe; había un cuarto con paredes repletas de fotos pornográficas y afiches semidesnudos, no había un solo hueco en la pared; entre esas fotos, la única mujer con ropa era Nuestra Señora de Aparecida, la virgen de Brasil.

Paulinho, su guía y amigo especial le pidió que hiciera un trabajo documental en Rocinha, su barrio de nacimiento, un lugar en Río de Janeiro que, según él, muestra la felicidad que se revela ante el desespero económico. Cypriano sabe que la anécdota es lo de menos. Por una ventana se cuela el sonido lejano del pagode, ante los recortes de prensa: viene de la noche. Siempre hay fiesta nocturna en Vila do Abraâo, la playa que recibe a los turistas que visitan Ilha Grande. Algunas cosas cambian con el tiempo, pero aquí, en Ilha Grande, todavía reina el silencio.



III. EL VÉRTIGO ASCENDENTE

El respeto y el miedo generan distanciamiento y Cypriano representa esa distancia derribada con la imagen fotográfica. Brasil desde lo blanco del ojo. Cierta reivindicación, mirar adentro y no estar sólo. Proyectos sociales y culturales que terminan premiados en California, Nueva York, Sao Paulo. Para seguir mirando en calma cómo se transforma La Isla –cualquier isla– desde la pasividad de su casa. Y volver a viajar. A conocer gente.

Paulinho, Chiquito y otros líderes del CV fueron asesinados años después de sus traslados a otras cárceles y sus liberaciones. Porque la libertad se escribe con otras letras en temas de calle y mercado criminal. Con todo, Cypriano no se demora en tesis conceptuales. Cuando terminó el trabajo de la Caldera del Diablo recibió un premio de la Fundación Mother Jones International Fund for Documentary Photography, de California, EE.UU. Y con ese dinero decidió cumplirle la palabra a Paulinho, que murió a los meses: se acercó a Rocinha, una de las favelas más grandes del mundo (aunque más pequeña que Petare, comprobado por el propio Cypriano, quien estuvo en 2003 en Caracas), y se adentró en la cotidianidad de sus habitantes. Esta vez el espacio público lo invadía todo. El ruido también. Las puertas abiertas y la alegría se manifestaban con cada acto ligero, acostumbrado, pueril. La viuda de Paulinho, Cláudia, se encargó de guiarlo en este tránsito de vértigo ascendente.

Lo que consiguió Cypriano en esta ocasión fue más de lo mismo. Otro viaje. Necesidades y el alma del pueblo. Ritos y tardes de ojos aguados. Niños con pistola y vacío entre dientes. Sueños que se pierden con el tiempo. Y las construcciones y sus calles. Y toda esa enredadera de sentimientos que fraguan una categoría para un país, que se parece a otros, que juega a la memoria y al movimiento, que escurre la samba, el fútbol, la capoeira, el carnaval –todo de lo cual no queríamos hablar– para poner frente a sí un espejo maldito, a un mar que se mueve lento, distante, pero que sabe a acarajé, a cerveza, a caipirinha. Que nos tiene atados a un espacio que muda con la naturaleza y nos hace recordar que en cualquier momento podemos llegar a la locura. Que ya llegamos a la locura. En estas ciudades. Y que en el viaje imaginamos que sólo lo que la gente pierde puede ser eterno. Lo que pasa es que –dice Cipriano, y yo asiento, mudado de espacio, de piel, de tiempo– lo uno consigue allí es un poco más complejo que la felicidad.

3 comentarios:

Samantha Mesones dijo...

me gusta mucho tu blog ;)

lo voy a leer seguido, saludos

Samantha Mesones dijo...

por cierto, verdad que "archivos abandonados" es lo mejor del mundo? yo lo tengo linkeadísimo. Me ha hecho reír como nadie, jajaja

fan nº 1

¿Qué es esto? dijo...

Gracias, Samantha m. A mí me gustan mucho tú y archivos abandonados, al menos tenemos eso en común. Disculpa la tardanza en responder, pero no suelo revisar las entradas viejas a menudo.

Saludos.