domingo, 27 de julio de 2008

EL MUÑECO DE LA CIUDAD

A Hugo y Francisco, a Sergio y Santiago.



Sueño con un piano y unas trompetas, un coro romántico y cadencioso. Soy la vida detrás del humo del pitillo, la escena sensual de la comedia romántica que llega hasta el beso. Sueño que aparece mi rostro, de repente, gigante, con una sonrisa de actor salvavidas, de rubio naranja, de galán de motocross. Soy mejor que un spot publicitario de Pepsodent Plus. Sí, hay colores pasteles, hay picante y psicodelia. Mis pestañas brillan y se baten, qué candor. Podría asegurar que sería como Daniel Sarcos si Daniel Sarcos estuviera tan bueno como yo. Pero soy mejor: estoy en un mall y mis gestos lo iluminan. Soy la modernidad, soy el rey de la noche y las niñas me quieren, algo maravilloso se apodera de mí, todos los días, cada vez que salgo de mi oficina.

Ayer en la tarde lo volví a sentir, mi cadera comenzó a contonearse con esa típica cadencia, tan sutil, tan indescifrable. Detrás de mí, en el ascensor, descubrí a las dos mujeres del piso cinco lamiéndose, pícaras; mirándose entre ellas, viéndome las nalgas de reojo a través del espejo. Mañana a la misma hora voy a detenerme en el piso cinco y voy a ir hasta la agencia de viajes, las voy a invitar a un crucero y no podrán negarse. El vigilante de la entrada, apuesto, ajustado metrosexual, también se electrocutó, ¿quién lo culpa? No logró evitar medirme los hombros con un gesto. ¿Qué cómo lo sé? Porque cuando volteé se rascaba el cuello y estaba ruborizado; me sonrió y dijo “buen provecho… señor”. Como es de suponer, me ericé en cuestión de segundos, algo abominable y monstruoso creció nuevamente en mi interior: esa posibilidad de ser un conquistador a sueldo, un encantador, el latin lover con presupuesto para matar, cazador sigiloso de vestidos caros y justiciero suicida de maniquíes desnudos. Podría apostar mi enorme fortuna: de entrar en Victoria Secret, todas las miradas se abalanzarían sobre mi modesto cuerpecito de músculos y chemisse de algodón verde limón. Me queda de un bien… Lo sé, soy un truhán, aprovecho mis ojos para inventar combinaciones.

Las nenas me ultrajan con pasión desbocada y yo hasta tengo preferencias: me gusta esa gerente de cuello largo y piernas de tenista rusa. Pero voy a abandonar la magia de la ropa íntima, me encanta tocarla pero también disfruto del olor del oro. Voy a seguir, voy a perseguir. Mi objetivo es mayor: la Joyería del Ala Norte. La música continúa y sube. Yo la escucho, mis pasos marcan una doble lectura de sonrisas, posibilidades y lentes oscuros detrás de un convertible. Me acaricio. Todo tiembla. Todo menos yo. El futuro conmigo es incansable; si pudiéramos vernos a través del tiempo, si pudiéramos inventar símbolos, seríamos la ventana empañada en la noche, seríamos las persianas rotas. Porque yo soy como un documental de leones; soy todos los machos melenudos del Animal Planet. Soy el macho con la cresta roja y los 300 kilos de poder, castigo a mi hembra mientras le enseño el amor. Soy el rugir de un coro de fieras que menean la cola y dan rondas a la espera de su turno. Soy la jungla salvaje del suroeste africano.

Me llaman Mickey Rourke haciendo el amor con Kim Bassinger, teniendo sexo con Kim Bassinger, emborrachándose junto a Kim Bassinger y vagando por todos los callejones y súper tiendas de dormitorios junto a Kim Bassinger. Así me dicen. Tengo apodos largos como mi hombría. En mi película, los pasillos de los locales superiores marcan una coreografía a escondidas. Yo sé que todas las miradas, sin importar la edad, me siguen. Y me hago el loco porque soy bueno. Me hago el loco pero me río. Yo soy increíble. Estoy caliente y soy cool.

Está claro que sólo dispondré de una oportunidad para comenzar. Una dama fina, elegante, insegura, al frente de un estante con piedras preciosas: granates, diamantes, zafiros, rubíes, esmeraldas, todo el detalle de la ciencia de la tierra al servicio de la estética. Yo sólo tengo que poner el dedo sobre el vidrio y, en seguida, un collar saltará al son de un chasquido. Sin falsas etiquetas. La gracia y la inmortalidad serán mis mejores armas. De fondo, Lou Reed me acompaña, dice: ey honey, take a walk in the wilde side. No hay que pronunciar un sólo sonido. La frescura del aire acondicionado y este porte de protagonista estelar me aseguran un cheque en blanco. Iré lejos, hasta el último hotel carretera adentro y, después, después, ay… después...

El primer beso que lanzaré al viento vendrá acompañado de esa característica vuelta en tirabuzón que estuve practicando desde los cinco años. Será magnífica, majestuosa: ver mis pies en sincronía perfecta construyendo ese ligero arco y estirándose junto a mi brazo derecho, fuerte, contento, de musculatura suave y agilidad de gimnasta, me convencerá cada vez más de continuar caminando sobre el aire de un momento mágico que se baña de flashes fotográficos. Después de aquel gesto encantador la miraré, justo frente a la Joyería del Ala Norte y al final de la sonrisa. Será un cierre inolvidable.

La fachada del local, con todo y su purismo minimalista, su impecable Black & White y ese letrero dispuesto para la escena, quedarán algo cortos ante la majestuosidad de aquella mujer, pero haré lo de siempre, fingiré estar nervioso y me acercaré travieso. Impúdico. Voy a colocar la expresión que utilizaba Bruce Willis para enamorar a las mujeres de carácter débil, cabello platinado y bolsas repletas de biquinis que nunca van a lucir fuera de su cuarto de baño, cuando Bruce Willis enamoraba a las mujeres de carácter débil. Le pasaré cerca, muy cerca de su cuello, sentiré su aroma de arriba a abajo, le susurraré algunas palabras, le robaré un suspiro. Verán cómo crezco y quedarán extasiados; es que hasta le voy a lamer la oreja con delicadez. Pienso tomarla por el cuello y, con un rápido movimiento, tumbar su espalda hacia atrás sólo para hacer el ademán de la película. Total, soy un sueño en el sentido especial de la fantasía, soy las ganas. El deseo del otro.

Sus pestañas temblarán y su cabello irá muy cerca del suelo, como construyendo una caricia. Pero yo apenas estaré mirándola. Digo apenas estaré mirándola porque voy a oler hasta los pliegues de su frente. Voy a mirarla tan fijamente que voy a contar sus pecas. El estremecimiento de su pecho será la envidia de todos los implantes de gel que revientan blusas alrededor. Un baile de botones sobreexcitados hará gala de un preludio histórico. La música subirá el volumen y la presencia de todo aquello se hará cada vez más fuerte. Ey, baby, lo puedo sentir, lo juro. Otra vez recordaré el documental de Animal Planet porque yo soy el león, el peso insoportable de la contemplación. Y estoy aquí para demostrarlo.

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