lunes, 18 de junio de 2007

Copas, celebraciones y finales de mundo

La Copa América y sus bemoles han dado para algo, dan para mucho y darán para más. Me refiero a la del 2007 y no caigo -todavía- en juegos políticos (o politiqueros). De momento cuelgo un texto inédito que sirve de excusa para entrarle al tema de la pasión. El fanatismo. La militancia. Y esa manía de caravana que llaman celebración. Lo escribí tras la final del Mundial, el año pasado. Las fotos, robadas de Internet, son la zancadilla. Aquí consiguen un Youtube que no pegué porque es malo y no le voy a Italia.

Antesala

El eco de la fanaticada se escucha en cualquier rincón. Las tiendas son un desierto, solo hay trabajadores como conejos que brincan uniformados, resignados a recostarse del marco de la entrada y mirar, aburridos, el fluir de gente que camina hacia la gran pantalla. Personas alegres con camisas azules en todos sus tonos, banderas como capas, uniformes, pinturas en la cara y la promesa de tener el alma en vilo durante un poco más de 120 minutos.

Cuatro personajes: un gordito (once años, camisa original y en el dorsal Del Piero, mono blanco, gorra blanca, zapatos nuevos). El coordinador de seguridad del centro comercial (esposa e hijo, pantalones ajustados, un radio en la cintura -apagado). El muchacho de la trompeta (su novia en jean, la cinta que le amarra el cabello a ella, el brazo de ella que lo amarra a él de la cintura). Y su novia (la del muchacho). Los cuatro caminan rumbo a una tarde que se extiende en un destino vedado con dos únicos finales posibles: la derrota y la fiesta. O el triunfo. Y la fiesta.

Están en Caracas, Venezuela. En ese reducto de concreto armado que ofrece la imagen de un diamante fresco, protector, familiar, tres virtudes para la clase media de tiempos modernos: el Centro Comercial Tolón.

Arranca la final del Campeonato Mundial de Fútbol, en Berlín, Alemania. Y en el Tolón el desfile simula –y muy bien– al de los fanáticos que acuden a un estadio a mirar un partido. No cualquier partido. Marchan en modo caudal: los grupos que se palmean, los grupos que se trenzan, los grupos que cantan con una sonrisa en sus rostros colorados –puntal de lanza de la celebración y la moda– y un vaso en la mano.

Ya casi suena el pitazo de inicio y cientos de millones están expectantes. Genaro Gatusso no pudo dormir porque el miedo lo atacó con más de 14 idas al baño durante la noche. Tampoco el gordito pudo dormir muy bien. Se llama Piero –o hace que lo llamen Piero– y es la segunda vez que ve a Italia en una final. La primera de ellas fue en la Eurocopa 2000, donde perdieron precisamente contra Francia, su rival de esta tarde. No puede recordar si lloró en aquella ocasión porque estaba muy chiquito. Pero ahora está muy emocionado, como ansioso, y esta no es la Euro. Este es el Mundial.

Tres de los nueve canales de señal abierta en el país transmiten todos –todos– los partidos, y este es el último: los italianos van de azul, los franceses de blanco.

Primer tiempo

Las primeras lágrimas caen antes de los siete minutos: Zidane desde los once pasos la estrella en el travesaño y la pelota va a morder, de caída, la línea de gol. Como es de esperar en Caracas, la mayoría le va a Italia, un país que donó miles (muchos miles) de inmigrantes durante los períodos bélicos en Europa, una fuerza enorme de trabajo que (junto a españoles y portugueses) se recreó en colonia, en costumbre aceptada, en amigos de la casa, en patronos de grandes empresas.

Esa misma Italia que no gana un mundial desde 1982 tiene menos de siete minutos jugando y ya pierde 1 a 0 por un gol de pena máxima. Y como es de esperar, porque la mayoría le va a Italia, el nombre del país en coro no tarda en repetirse: Italia, Italia, Italia, ocho, nueve, diez, once veces con la boca lo más abierta que se puede y los puños apretados, las venas brotadas al cuello y una furia que pide, suplica fe, que quiere confiar porque todavía es temprano. La mayoría de los que gritan no habían nacido cuando Italia ganó su último mundial en España: Italia, Italia, Italia.

El juego transcurre con la gente encaramada sobre robustas petaninas de madera que miden un metro y medio de alto y simulan una bandera alemana (rojo, negro, amarillo). Pepsi no ha perdido la oportunidad de sumar ruido con su marca inflada de oxígeno-hincha. En la cancha un italiano cae, como siempre, y los pocos fanáticos franceses (para ser más precisos, los pocos fanáticos que van a Francia) gritan: “llora, llora, llora”. El muchacho de la trompeta, con su novia aun amarrada a la cintura, también disfruta con el triunfo momentáneo. Y se ríe.

150 jóvenes amontonados se sientan en tijera, con las piernas cruzadas, abrazando al de adelante, con los brazos en alto o las manos en la boca por la sorpresa, el fallo o la zancadilla del contrario y otra vez la cara de dolor en el piso, untando la lengua con grama sintética de lujo, escupiendo y tomándose con fuerza la rodilla, y soñando con ser mundialistas, famosos, campeones de vallas publicitarias y estupendos actores. Aquí nadie paga entrada y la pantalla está en frente, gigante.

Los tres técnicos de uno de los canales de televisión, Meridiano TV, miran el partido con audífonos en un monitor de 5 centímetros cuadrados, desde allí ven el empate, el gol de Italia: tiro de esquina –desde la derecha– y Materazzi con el pecho remata ante un Barthez de hielo. Era la primera de dos veces en las que el pecho del italiano sería protagonista esa tarde.

Ahora es la novia del muchacho de la trompeta quien ríe, se suelta de su cintura, aplaude, da saltitos de emoción y sacude sus pequeños puños hacia todos lados. Es rubia, cabello amarillo, ojos amarillos y franela azul que parece amarilla. Su novio cierra los ojos. No lo puede creer. Cuellos, barrigas, costillas pintadas, los sombreros coronan una ceguera de éxtasis y hay un griterío ensordecedor; todo se confunde a los 18 con 50, o, lo que es lo mismo decir, apenas doce minutos después del gol de Zidane.

Con el empate (o con la emoción por el empate) el gordito besa en la boca a un amigo (a un amiguito). Se ven, se ríen y otra vez cae una lágrima. Por momentos, desde las gargantas, Las Mercedes, o al menos el Tolón, revive cierto espíritu del Coliseo en Roma. Afuera, en una de las entradas del centro comercial, los taxistas dan con la clave a modo de adivinadores de la suerte urbana: “ya tú vas a ver, en un rato, cuando el partido termine, o todo el mundo es italiano o todo el mundo es francés, esta vaina se llena y se pone así (y junta los cinco dedos en cada mano y las mueve un poco y quiere decir: lleno, abarrotado, con poco espacio para caminar, moverse, respirar). Por la zona no se ve ni una franela vinotinto.

Segundo tiempo y eso que llaman prórroga

Minuto 54, los italianos (o los niños venezolanos con camisas de Italia) devuelven la moneda: “que llore, que llore, que llore”: Patrick Vieira abandona la cancha lesionado. El gordito comienza su fiesta. Y ni siquiera ante el grito de gol –anulado por el árbitro– el coordinador de seguridad del centro comercial atiende al juego. Ha estado todo el partido ocupado en lo suyo, son ya más de 60 transmisiones en menos de un mes, él prefiere el béisbol y la seducción es más atractiva, por eso es un personaje: no mirar la pantalla en casi una hora lo convierte en el freak de la fiesta, junto a las dos morenas-promotoras que tiene enfrente. Él sabe que no va a ocurrir nada y que, como dice el vestido uniforme de las chicas: para todo lo demás existe Master Card.

Todas las pantallas del centro comercial ofrecen los mismos 120 minutos de euforia: en Venezuela se ha optado por disfrutar de la televisión homogénea. Desde abril de 2002, un extraño aroma a señal compartida y disputa ideológica, en la que todos pelean viendo lo mismo, se ha instalado en la costumbre. En 2002 el mundial fue ganado por Brasil y mucha gente en la misma urbanización caraqueña salió a celebrar en caravanas. Seis meses después, ya con la historia del fútbol en el olvido, largas colas de autos festejaron un diciembre sin gasolina en las estaciones de servicio. Las personas jugaban dominó, hacían relevos, recibían el Espíritu de la Navidad mientras sacaban cuentas políticas en un carro estacionado durante horas. Y la TV también hacía las suyas (las cuentas); cosa rara: el resultado nunca fue el mismo entre el canal del estado y los canales privados. Algo imposible en el fútbol.

En Venezuela los asuetos y feriados también son reflejo de viajes maratónicos donde la gente se emborracha y baja de su auto, abre la maleta, saca hielo de la cava, se sirve, brinda, y avanza de veinte en veinte centímetros para acercarse más a su destino final. Eso es la fiesta del fin del mundo: televisión, política, la costumbre de la gente que se alegra rodando despacio.


En la calle, un policía asegura que si gana Italia, desde el CVA hasta el Centro Comercial Paseo Las Mercedes (un kilómetro, aproximadamente) la calle se convierte en un estacionamiento gigante. Y completa "yo ya compré mi comidita ya”. En los Pilones del Este, una arepera instalada junto al Tolón, no hay una sola mesa vacía. Quien llega tarde y busca una arepa mixta de goles y tarjetas, debe, invariablemente, quedarse de pie o procurarse otro refugio.

Donde sí hay dos mesas vacías (de una cuarentena) es en Espacio Gourmet, una panadería disfrazada de tienda de delicateses que ofrece pizza y pan francés. Perfecta para la final. De esas dos mesas, una se quema bajo un sol de gradas, y desde la otra se hace imposible mirar la pantalla.

Adentro del Tolón el gordito dice, increpa, se burla, pregunta: ¿y pa qué la tocaste Zidane, pa que la tocaste? –Buffon aplaude airado bajo el cielo de Berlín, tras otra gran atajada– y el muchacho de la trompeta, ahora con un tamborín apagado cruzado en el pecho, contesta "ay, pero mira cómo se pica". Y besa a su rubia de cabello y ojos amarillos, que también lo besa a él y le pregunta “papi, ¿y qué pasa si van a penaltis?”.

Hasta que llega el acto fatal: Zidane da un cabezazo adrede en el pecho protagonista de Materazzi. Un niño no se lo puede creer desde su pinturita blanca, azul y roja y su camisita del Real Madrid (dorsal 5). No para de hablar. Todas las franelas de Italia aplauden. El por qué es una obviedad: la roja directa para uno de los dioses del fútbol. Otro niño dice: no importa Zizou, bien hecho, yo quiero los penales. De sus ojos se presagia un vendaval de lágrimas y dos días de depresión en el colegio.



La tensión de los penales es lo único que sostiene al centro comercial a punto de caerse. Tras el pitido final, cientos aplauden conformes. Y unos menos se toman la cabeza, temiendo la derrota, el subcampeonato, el no festejo.

Penaltis

Penal 1. Pirlo: Gol. Se escucha por todos lados. El chico junto a la pantalla ondea su bandera. Wiltord: Gol. Y también los franceses, que son pocos, pero hacen ruido, celebran.

Penal 2: Materazzi: Gol. Claro. Y aquí ya salen todos (¡todos!) los trabajadores de Espacio Gourmet, como llamados por el salvador de este cataclismo, de este Apocalipsis de fiesta, de este bacanal callejero, preámbulo de las últimas trompetas… Trezeguet: Al poste y ahora sí, la locura. El presagio definitivo.

Penal 3: De Rossi. Gol. Y por Francia, Abidal. Gol. Resucitan algunos fanáticos.

Penal 4: Del Piero. Gol. Gol. Gol. Gol. El gordito, Piero, grita desde el Tolón. Grita mucho. De la emoción. En Espacio Gourmet un joven susurra y va hacia todo: un millón, un millón, un millón. Y abre la boca y muestra su piercing, su cadena, su alma de italiano orgulloso, si es que existe algo llamado alma de italiano orgulloso. Sagnol. Gol, y sólo dos manos se agitan desde sus nervios puros.

Penal 5: Gol. Qué importa quién. Cohetes. Italia. Abrazos. Italia. La cuenta. Italia. Besos. Italia. Lágrimas. Italia. Barthez, Fabian, el arquero francés, en cuclillas. Y otra vez Italia. Y más abrazos. Y a lo que se vino: una caravana que rueda despacio, cuando rueda.

La fiesta

La Policía municipal, el Comando motorizado y Emergencia 171 esperan con calma la avalancha de carros y jóvenes embriagados de alcohol, de triunfo, de hormonas que invaden estas calles que recuerdan pasiones políticas de tiempos recientes donde la marcha es una excusa para el encuentro. Efectivamente, en pocas horas el kilómetro de la avenida principal de Las Mercedes se convierte en un estacionamiento gigante mientras por la calle desfilan fanáticos y faranduleros. Todos amantes de la fiesta. Llevan camisas de España, Portugal, Argentina, México. ¡México! Banderas de Alemania colgadas a la espalda. Y una ausencia color vinotinto notable entre miles.

“¿Y ahora qué? Ganamos, ganamos el mundial. Uuuu. Tómame una foto con el celular. No, agarra el mío y graba un video”. Las cornetas se revientan, testigos de un hombre araña made in Roma que sube hasta la cima de un semáforo y la corona con una bandera italiana. La santa maría del local Birras amenaza con desenrollarse a las 6 de la tarde, frente a su fachada una rueda de 50 personas se divierte al ritmo de la tarantella: buen negocio. Y David se agota posando para cámaras amigas. Está vestido con short blanco, medias hasta las rodillas y zapatos de fútbol. Su camisa es la de Italia, pero no tiene nombre, al igual que su vergüenza: ha perdido una apuesta y no basta con que haya pagado el efectivo. Sólo quiere que todo termine para poder irse a su casa.

Del techo del Centro Comercial Tolón llueven espaguetis. Algunos miran al cielo.

La policía ha cerrado ya tres avenidas (incluyendo la Principal de Las Mercedes y la Río de Janeiro, las dos mayores vertientes de la urbanización). De todos los lugares de Caracas sigue llegando gente, chicas rubias y con narices grandes, en su mayoría. Otros llegan en autobuses cargados. Los carros ruedan lento, cuando ruedan. El que se atreve a cruzar por ahí se expone a que la muchedumbre lo balancee de lado a lado, le patee la carrocería, le abra las puertas. Esa es la fiesta. El que protesta es abucheado y se arriesga a un regaño uniformado de la autoridad: “esto es una celebración, al que no le guste que no venga”, dice un policía. Un muchacho a su lado le pregunta, “señor, ¿y esto es igual cuando hay una final Caracas – Magallanes?” Y el oficial contesta: “no mijo, cuando juegan Caracas y Magallanes nos asustamos. Esa vaina sí es el fin del mundo”.

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